extracto de la novela
Mariposa en llamas
Yvonne Vera
Traducción: Alejandra Devoto
No. Ni la sospecha de caer ni, por lo tanto,
el deseo de aferrarse a algo sólido o de apoyarse en alguien, en alguna parte. Ni la
necesidad de nada tan rígido como una voluntad. Pero tampoco la ligereza. La clase de
ingravidez que se siente al mirar desde lo alto de una cuesta escarpada. Eso sólo hubiera
servido para volar; o habría bastado con adelantar los hombros y que las rodillas se
decidiesen. Sintiendo el peso de las copas de los árboles altos, su exuberante verdor; su
ondulación y su quietud. Sólo el mero anhelo de una tierra que bulle y crece hacia el
cielo, formando amplias elevaciones en cuya parte posterior hay cuencas llenas de una
serena esencia que engendra la hierba, los insectos cantarines y los árboles, una tierra
que se detiene, escucha la hoja que cae, la gota de lluvia que cae y después se
desvanece.
Pero en esa planicie los brazos son libres y no buscan
a tientas otra verdad, y los ojos se dirigen hacia el suelo. El cuerpo es libre, está
solo, nada lo perturba. La tierra, próxima y desnuda; su falta de peso se huele. El
cuerpo no es más que una pluma erguida, clavada en el suelo, preparada para sucumbir al
más leve suspiro. Se mantiene en suspenso, a punto de desplomarse en cuanto caiga una
sombra. Uno se encuentra en el suelo, sin nada que le permita calcular; al estirar el
brazo, la distancia entre la punta de un dedo y la parte superior del hombro, sin nada que
garantice la altura o que ayude a distinguir los pasos, a medir los temblores de la
desconfianza o de una cruel inhalación.
La columna no tiene ningún apoyo. Las personas
parecen diminutas y seguras, se mueven como plumas en ese espacio reducido e iluminado
entre el cielo y el suelo. El latido del corazón, el susurro solitario, la angustia de la
tentación, no hay nada que contemple todo esto. Sostener en la mano una hoja verde y
ancha habría servido para aliviar la tragedia, para medir la experiencia: lo ambiguo, lo
fútil y lo magnífico. Una hoja verde y ancha. Pero no hay ninguna. Todos los arbustos
poseen espinas, grises, plateadas, secas. Rígidas y completamente inmóviles.
Y el valor; cómo se mide cuando no se tiene cerca la
corteza firme de un árbol, o por lo menos algo blando, como la superficie de un lago. Un
reflejo. Nada que haga pensar en la ternura. Dónde se encuentra la buena fortuna si no
existen las cimas de las montañas, el suave descenso a algún valle, un surco tentador en
la tierra, algún éxtasis fabuloso para que al menos uno se sienta más viejo que la
maldad y se aparte del destino y la locura.
Tierra con movimiento. Un movimiento variado del
horizonte donde los ojos van de la montaña al valle, y de las copas de los árboles
vuelven al valle. El consuelo necesita de un movimiento así. Pero no hay ninguno.
La tierra es yerma y apenas está salpicada de
arbustos bajos. Un espino aquí. Allí un ave. Simples puntos de vida en esa vasta
planicie. Más allá, campos y más campos de ondulante hierba seca, sin ningún árbol.
Al otro lado, detrás de los arbustos raqufticos, se encuentra Makokoba, donde están
Sidojiwe E2, Jukwa Street, Bambanani, L Road, D Square, Banda Road y muchas calles más.
Un lugar negro. Las casas son refugios diminutos, como los arbustos. Alrededor de ellas,
árboles altos introducidos uno a uno, detrás de cada hilera de casas, montando guardia
por si ocurriera un accidente previsto, algún caso de fractura, como un hueso roto. En
todas las calles el sueño se frota contra el sueño. Cerca, muy cerca.
Espinas resistentes, de corteza seca y crujiente, y
dedos largos y finos, fuertes, color habano, como el vidrio oscurecido.
Fefelafi no tiene miedo mientras el cielo se derrama
sobre su frente con el parpadeo del deseo perdido, ningún miedo, tan sólo granos sueltos
de arena bajo los pies, y un día entero.
Empuja. La ha empujado hacia adentro, aguda y
desgarradora. Sin miedo, sin emoción. Así debe ser. Entrando y saliendo de un saco
acuoso. La recibe lentamente, como si ese movimiento le proporcionara un alivio extático.
La mano firme dentro de su cuerpo, su propia mano infligiendo un daño irreversible. El
brazo derecho apoyado sobre el interior del muslo, cuidadosamente separado del suelo. A la
altura de la muñeca, la mano está tan torcida hacia adentro que parece quebrada. La mano
se mueve y se sacude con movimientos rápidos. Tiene la cabeza lejos de los muslos,
apoyada en el suelo, y la pierna izquierda extendida sobre éste, bien abierta. La mano le
resbala por el muslo izquierdo. Está tensa. Los dedos se mantienen inconmovibles con cada
pinchazo desesperado. La tierra permanece quieta. De lejos, ella no es más que una marca
en el suelo.
Su cuerpo acepta todos sus movimientos, las piernas
cada vez más separadas; ahora tiene las dos rodillas flexionadas, cada vez más arriba,
hacia la luz permanente del día, preparándose para sentir el temblor que prevé, y lo
siente: al principio es una tibieza que le recorre el brazo, apenas perceptible, como si
de un recipiente lleno a rebosar se derramara el agua que ha quedado destapada al sol; la
tibieza chorrea, se vierte, se hunde, la atormenta. Sigue doliéndole. Oleada tras oleada,
y la tibieza es espesa y feroz. Es su propio recipiente el que está lleno a rebosar. Es
ella misma, su propia angustia la que se derrama sobre algún límite de la existencia que
de pronto había dejado de comprender; demasiado leve y demasiado pesada. Es ella. La
abraza, se prepara para el desgarro. El cuerpo se le rompe como la madera podrida. En el
fondo casi de lo más profundo de su ser; tan cerca que es hondo y próximo al mismo
tiempo. No se atreve a mirar su propio daño. Demasiado próximo y nuevo.
El dolor supera lo imaginable. Es cortante. Lo sujeta
con los codos, que clava en la tierra, a sus espaldas. Tiene que situar el dolor en algún
sitio ajeno a su propio cuerpo, en otra parte; pero no hay ningún lugar donde esconder
nada, ningún refugio. Sólo sus dedos se funden con la agonía de la liberación. Cierra
la mano derecha. Para creer en su propio dolor; para vivir en él, para conocer sus
matices verdaderos o falsos, debe aceptarlo, porque desea con desesperación lo que hay
más allá. Busca algo neutro e inconcebible: sencillamente ser. Alguna clase de vida, no
la que lleva. Para alcanzar esa hermosa meseta, el dolor es una roca que debe derrotar; y
por eso le rinde su grito, su tiempo y también su dicha. Se acuerda de ésta. Anhela
alguna montaña, alguna forma que recorrer con la mirada antes de tocar el cielo. Anhela
la larga rama de un árbol a la espera de que los pájaros se le posen encima, algo para
librarse de la angustia. No hay alivio. Por el contrario, el dolor se agudiza y la
reclama, quema con un ardor infinito que supera todo cuanto haga para cambiarlo. Le da
vueltas y se agita por todo su cuerpo, y ella es un relámpago. Un rayo de calor.
Fefelafi se aleja, nadadora en aguas silenciosas, a
través de algo blando y líquido que rodea su cuerpo, y es como silo olvidara todo,
dónde ha estado y lo que ha pasado. Transcurre una eternidad, un período del cual no es
consciente, salvo esa tranquilidad, esa sensación de no pertenecer a nada en absoluto: ni
a su cuerpo ni al cielo que tiene sobre la cabeza ni al árbol ausente que imagina, ni
siquiera a la ausencia con montañas que cabría imaginar; al vacío y al no ser.
Ausencia. En su lugar; un tiempo tranquilo en el que ella no está. No ser. Ahora el
líquido blando está lleno de luz. Fefelafi.
Tiene la espalda contra el suelo y le tiemblan las
rodillas. Los hombros medio enterrados en la tierra blanda y abundante. Su cabeza gira
hacia la izquierda y la cara queda apoyada en el hombro izquierdo. Los ojos esperan,
entornados. Las lágrimas que brotan de ellos recorren cada surco intenso y cada línea de
consternación. La mitad del labio inferior queda atrapada entre los dientes, sujeta con
fuerza para no rendirse. Hunde todavía más la cara en el hombro hasta enterrar la cabeza
en la firme calidez del sol, y el pelo se tiñe de color arena. Cambiada, consumida, toda
su forma es una máscara de madera que flota en la arena movediza. Gota a gota, la tierra
acoge sus lágrimas como si fuesen lluvia.
Ella es un relámpago y arde como tal. Es fuego y
llama, es luz. Con gran pena, estrecha algo tan muerto como una raíz. Aprieta aún más
esa sustancia muerta que no le promete anclaje alguno, no le promete rescate ni curación.
Las esperanzas se esfuman una a una. Afloja el abrazo lentamente y vuelve a deslizarse en
la leve blandura de una corriente líquida. Las propias piernas abiertas. Su cuerpo se
disuelve en la sustancia más auténtica del dolor. Tiene que separarse del suelo, pero le
cuesta mucho moverse. Vuelve a dirigir la cara hacia su cuerpo y afloja los codos.
Adelanta el cuello, buscando, y gira la cabeza hacia la izquierda por si se le ha escapado
algún detalle. Al frente están sus rodillas levantadas, separadas. A sus espaldas, un
trozo de tierra vacía, y después el espino.
El espino del que había cortado la espina más larga
y fuerte que encontró está ahora encendido de puntos rojos. El rojo la sorprende y le
llena los ojos, porque antes no estaba allí. Quizá sea el agotamiento. Vuelve a mirar el
arbusto con atención: está cubierto de flores rojas, tiene flores rojas. Lo acepta como
una incapacidad suya para recordar dónde está y qué ha pasado. De pronto, con un brusco
y ruidoso estremecimiento, se produce la huida, que eleva al cielo un coro estridente, y
cae en la cuenta entonces de que esos puntos rojos que se mueven son los picos de docenas
de pájaros grises que descansaban entre las espinas. Las aves echan a volar; dispersando
sus gritos. El sonido crece hacia ella. Una sombra moteada se extiende sobre su cabeza,
dejando una multitud de alas que baten en sinuosas capas. Las gotas rojas se arremolinan
más allá de su cuerpo y se pierden en el fondo de su subconsciente.
Fefelafi se recoge la falda hasta la mitad de la
espalda húmeda y temblorosa. La falda es estrecha. Enrolla un extremo y siente contra la
piel el roce de la ancha cintura, que le impide moverse. Se le cae un botón negro. Se le
cae un recuerdo. Se le ha caído un botón de la parte delantera de la blusa. Queda
semienterrado debajo del codo izquierdo. La cremallera le raspa la espalda cuando se
desliza la falda hacia un lado. Le da vueltas y vueltas hasta que alcanza la cremallera
con el dedo izquierdo y la abre.
La cintura se afloja y la falda se abre. Ahora le
resulta fácil moverla, y adelanta el cuerpo para soltar el resto de la prenda. Hace un
lío con ella y se lo mete, firme y seguro, debajo del cuerpo. Se protege el vestido. El
metal frío de la cremallera le queda por encima del ombligo. Está casi desnuda, sólo
cubierta por la blusa. En la pechera, desabrochada, falta un botón. Está desnuda, no
lleva encima más que el peso de su propio sufrimiento, el peso del valor.
La tierra está seca y la lluvia demasiado lejos, hace
demasiado tiempo. La arena, suelta, se le escurre bajo los codos como una brisa fatigada.
Tiene los codos enterrados en la arena, los talones hundidos en ésta. Su angustia penetra
en el suelo. Demasiado cerca, un dolor repentino, insoportable, y mucho más lejos. Oculto
y desgarrador. Cada vez más profundo. La tibieza se solidifica. Más espesa e inmediata.
Es dura. Se desliza y avanza como puñados de saliva. Excesivamente espesa para ser saliva
y excesivamente pesada para tomarla toda sólo con la mente; su dolor y su contacto
resultan demasiado extraordinarios, demasiado puros.
Por un instante, en el cielo aparecen montañas,
muchas montañas. Ve la pendiente del valle y sus depresiones con la misma calma que reina
dentro de su propio cuerpo. Una sensación, limpia y ordenada, inunda su cuerpo
expectante. La acepta incluso cuando desaparece y empiezan las lágrimas a brotar
espontáneamente; el dolor le sube por la espalda y la empuja hasta un lugar oculto, y se
le cierran los ojos porque la luz es demasiado intensa. Conserva en sus ojos el valle,
así que puede encontrar un pequeño escondite mientras contempla las montañas que se
pliegan las unas sobre las otras y proyectan sombras protectoras sobre cada tajada de su
dolor.
Llevamos todas las estrellas en los ojos, por eso
estamos solos. Todavía tenemos que nacer. Algunos no nacerán nunca. Se nace por
casualidad y por suerte, y se sobrevive en el mañana por puro motivo e interés. Pero eso
a ella no le importaba.
Piensa en cualquier otra cosa mientras el niño se
separa de ella, y el cielo, de tan bajo, parece adornarle las rodillas, que, débiles, se
le doblan. Las montañas han desaparecido, se han esfumado. Se han allanado sobre la
tierra con sólo bajar los párpados. Entre risas y lágrimas, vuelve a ver los picos
color carmesí, rayas rojas contra un cielo completamente azul. Descienden sobre el espino
con alas silenciosas, y sobre su cuerpo ondula una sombra, como una brisa fugaz. Todos los
sonidos se serenan ante el ascenso y el ritmo de esas alas. Los pájaros se funden con las
espinas grises. Las hermosas flores rojas abrazan otra vez el arbusto. Hasta puede oler el
polen y ver las abejas. Ríe con la risa callada de una loca solitaria, llena de fatídico
reconocimiento y pesaroso deseo. De lejos, su risa no es más que una marca en el suelo.
Le tiemblan los muslos, pero tiene el cuerpo enterrado
lejos del refugio de los arbustos, que están desprovistos de hojas y no le proporcionan
alivio. Hunde la cabeza en el pliegue del brazo derecho, por encima del codo. Debe cerrar
los ojos y doblar los brazos para favorecer esa última filtración de deseo. Sale con
fuerza, oleada tras oleada, como un aluvión que desborda las márgenes del río,
descubriendo una nueva ribera donde antes no había agua. Se halla en el fondo del río,
aunque esté seco. El aluvión que desgarra el lecho de orilla a orilla no la afecta. El
río es una omnisciencia insistente y ensordecedora. No es agua sino un viento líquido,
un estanque de fuego en el que ella arde sin cesar. No ha nacido nada. No ha nacido nada
en absoluto. No se ha quitado nada.
El tiempo le cierra los ojos, y después, poco a poco,
adquiere una fuerza desconocida que la impulsa hacia adelante, como un pétalo al que
arrastrara una corriente de viento. Tiene los dedos pegajosos. Le arde la piel. El tiempo
soporta cada ruptura como si se abriera una flor o se limpiara una hoja.
Las espinas y los pétalos rojos aguardan juntos. De
pie sobre sus piernas temblorosas, cerca del arbusto, ella teje una cuna de espinas. Le
sangran los dedos cada vez que corta una rama, una ramita del arbusto. Se le desgarra la
piel de las manos. Deja intactas las flores delicadas. Teje un nido, una tosca cuna de
espinas que ofrece al suelo, junto a sus pies, donde mana una serena agonía. La cuna
contiene su sangre que fluye, como un tamiz. La agudeza gris y lisa de cada espina se
enlaza con firmeza en la siguiente y descansa debajo de su cuerpo, un nido prieto: por
encima está su cuerpo y su temblor hacia la luz; debajo de ella el niño, todavía no,
queda liberado.
Cayendo sobre un cesto de espinas, sobre la arena
suelta, los granos se alejan los unos de los otros sin tocarse, sin saber; sin pertenecer.
Flechas de luz que no parecen proceder de un solo lugar; sino que le atraviesan el cuerpo
como si éste fuese una membrana transparente que cubriera por dentro una cáscara de
huevo.
Siente el calor sobre la cara interna del brazo,
encima del codo, la curva oculta del pie, y sabe que en ningún otro lugar estará más
cerca de esos pétalos. Yace en el suelo, el dolor le lame la pesada frente, detrás de
las orejas le chorrean gotas de sudor. Su dolor no conoce límites. Ella yace en el suelo,
luchando contra un miedo tremendo y la rendición.
Tira de la enagua de nailon que lleva enrollada en la
cintura, debajo de la falda. Tira de ella hacia abajo, hacia las rodillas, y se la pasa
por los pies. Después de quitársela, se enjuga la cara, la frente. La tela se le resbala
y cae al suelo, a su lado, pero la recoge y vuelve a ponérsela sobre la frente. Sostiene
la tela aunque le tiemblan las manos empapadas. La aprieta con fuerza y se seca una y otra
vez. Cuando acaba, tiene la cara tan seca que parece a punto de rompérsele.
No hay en ella consuelo ni ocultación. Se limpia la
frente. La tela está mojada y le humedece los dedos; ahora que contiene la tibieza de su
cuerpo, se ha puesto más resbaladiza. Se pasa la tibieza por el vientre. Al hacerlo,
siente sobre ella la tela húmeda. Se estira y se mete la enagua de nailon entre los
muslos.
La falda es un objeto duro debajo de ella, entre su
inquietante herida y el suelo. Dobla el brazo izquierdo sobre el cuerpo, localiza el
montón de tela y tira de él. Ahora tiene el costado izquierdo del cuerpo apoyado
directamente en el suelo, y enseguida advierte que esa tela aplastada, a pesar de haberle
producido un dolor constante en el costado, se ha convertido en un ancía, en un dolor que
la contiene. Apoya la tela deshilachada sobre su cuerpo mientras trata de levantarse del
suelo con la enagua y la tibieza apretadas entre las piernas.
La tierra blanda, maleable, tamizada, lleva impreso
todo su contorno. Cuando levanta el cuerpo del suelo, observa el lugar donde ha estado
enterrada y le ofrece su sangre a la enagua. La sangre empapa la tela; ella dobla la mano
derecha y recoge, con la fina tela de nailon, la tibieza que ya no le pertenece.
Firme y más firme. Recibe cada movimiento de su
cuerpo y el líquido se le desparrama sobre el brazo, sobre el nailon resbaladizo entre
los dedos, y el niño no
nacido, demasiado pequeño para ser un niño, apenas
un revoltijo dentro del nailon, un objeto viscoso y tosco entre el encaje del dobladillo y
el elástico que frunce el nailon en volantes rosados que brillan, resplandecen en el
hueco de su mano. Cierra ésta secretamente.
El suelo es suave y ella lo mueve, lo desliza
fácilmente entre los dedos, puñados de tierra que arden con el aroma del sol, y granos
de arena sueltos, desprendidos, que giran libremente y refulgen a la luz del día. Entre
cada grano, el suelo es un fino polvo pardo, molido hasta una sagrada ligereza. Como
Fefelafi tiene los dedos húmedos, los granos de arena se le pegan y trepan por el brazo
inmóvil. Recoge rápidamente esa tierra abundante, de movimientos graciosos y naturales,
como un saludo. De pronto, bajo el suelo blando aparece la tierra dura. Un casco negro y
sólido, compacto, que no puede cavar ni romper.
Es. Es. Es. El suelo sencillamente es. No se mueve, no
es amable, es una quietud violenta. Un simple techo que sella el fondo de la tierra. El
agua no conseguiría disolver su rigidez, su férrea voluntad. Escarba como cierta clase
de animales que temen al predador y no tienen donde esconderse, porque su pelaje es
demasiado visible y su olor; aunque se supone que sirve para defenderlos, deja un rastro
excesivamente notorio para pasar inadvertido. Su desesperación, sus movimientos, revelan
una gran desconfianza. El suelo es de roca y resiste todos sus intentos de abrirlo con las
manos desesperadas.
Sólo el suelo blando resbala a un lado, se amontona,
resbala y se amontona. El suelo blando forma un montículo, un recipiente para las
lágrimas tibias que todavía no han brotado. Es tan seco y fino que cuando ella lo
aprieta permanece unido formando una masa. Sin embargo, cualquier viento lo afloja y lo
convierte en aire. Pero en su interior hay tierra más seca aún, intensa como un sueño
repetido, apretada y unida. Es más oscura y su triunfo se equipara a algo que Fefelafi
tiene en la cabeza, donde hay un ardor constante. Cuando algo se quema, al cabo de poco
tiempo se convierte en ceniza. Ella escarba más allá de ese núcleo; la tierra es suave,
caritativa, perdonadora. Se ha convertido en ceniza. Recoge esa tierra en la concavidad
que forman sus dedos entrelazados y la alza sobre su cabeza, más arriba; cuando separa
los dedos, la tierra cae al suelo igual que un recuerdo dulce.
Piensa en su sed y se pregunta durante cuánto tiempo
no podrá beber agua. Entre sus anhelos están la tierra dúctil como la arcilla y el
sabor del agua. Anhela las verdades sencillas: una mañana en que el sol naciente acaricia
la tierra, y nada más. Se ríe de su anhelo de que comience otra cosa, algo inofensivo,
como la salida del sol, algo que no tenga que comparar con su propio cuerpo. Ahí fuera,
tentador; en el lejano horizonte. Sí, un amanecer con un revuelo salvaje como el polvo
rojo. Así es. Familiar y libre. Un fermento líquido.
La falta de agua. El agua une las cosas. Dos piedras
en un estanque de agua se convierten en una, pero al aire libre cada una de ellas está
orgullosa y sola. Dos palos, dos ojos que pertenecen a la cara de un niño. Cuando una
planta se seca, adquiere la indiferencia de la piedra. A menudo arde, leve como el polvo.
Fefelafi está en una tierra seca, esperando en una
eternidad. Escarba el suelo con la lengua entre los dientes, sorprendida. Concentra toda
su atención en una blandura suave, dispuesta a someterse a una pared tan impenetrable.
Arenoso suelo arrullador; terreno impasible.
Las espinas hacen juego con el límite nítido del
horizonte. Aquí, tanto la mañana como el día ofrecen el mismo círculo cortante de
cielo y tierra dura. A menos que haya algún otro objeto al alcance de la vista, girar el
cuerpo no significa nada fundamental; no se produce ningún cambio, sino la misma visión
por encima del hombro, a menos, claro está, que uno sepa algo acerca de las nubes, su
forma y su peso que salte a la vista, como el agua que contienen o, la mayor parte de las
veces, no contienen. Cuando hay agua, se huele en las nubes, como el polen. Cambiar de
sentido implica algo completamente diferente, quizás acerca de la vida, en cualquier caso
sin relación con el concepto de hombros realineados sobre el tronco de un árbol, sobre
una roca, un río o una esperanza.
Cuando el cielo es todo él de un azul compacto e
implacable, uno busca el rocío de frases susurradas que entran y salen del cielo. Esta
danza distante en las alturas es tan notoria como el paso de una suave brisa sobre un
montón de plumas: una perturbación que no modifica los contornos absolutos del objeto
sino su emoción. Es un indicio que, como la respiración inocente de un niño sobre un
grano de arroz, desprende la cáscara rota.
A veces hay manos de mortero finas y delgadas que
ondulan, suspendidas, y semejan hormigueros celestes. Y parece como si flotasen montañas
por toda la bóveda del cielo. Las hay oscuras, sobre las que se arremolina un humo
blanco. También hay rocas que cuelgan del borde de otras más pequeñas, más y más
arriba, que tocan el cielo por todos los lados de su horizonte. Nada gira, a excepción de
alguna realidad curva. Eso no es agua, sino sequedad.
Se produce un chasquido como de ramitas finas y secas;
una rama que se rompe.
La suavidad de sus muslos es tan hermosa como el
recuerdo de un aroma que nos transporta hacia otro momento al que el agua no ha unido. Es
un lugar seguro. El paso de ese momento es breve. El tacto a lo largo de su muslo
izquierdo permanece igual que un suspiro prolongado.
El cielo está bajo y lo enciende todo con su
resplandor. Los granos de arena son un destello plateado como gotas de rocío. El aire
adquiere una frescura nítida; ella lo siente en la frente, una brisa minúscula que crece
y le abanica los ojos. Los cierra y escucha cómo se le enfría la piel hasta quedar
templada. También las rodillas se le enfrían. A medida que se le fortalecen las rodillas
los pesos desaparecen uno a uno, y se da cuenta de que puede andar y buscar su propio
refugio.
El corazón que late es el suyo, suyos los brazos, y
ella es ella. Ha surgido de un caparazón agrietado. Existe un vacio tranquilizador en la
bóveda celeste. Ha soportado la pérdida voluntaria de su hijo. Voluntaria, no
inesperada. Esperada, no involuntaria. La sangre se le ha secado sobre los muslos, entre
los dedos; la cabeza le da vueltas y le pesa; la tierra está seca, cavada y libre.
Así.
Cada momento es suyo, y recuerda los detalles con
claridad, incluso cuando todavía lo está viviendo, viviendo en él, formando parte de
él y separándose de él. Al levantarse, tiene que recordar. El suelo a su alrededor;
moldeado como la arcilla, oscurecido por una sangre que es suya. Le falta la enagua,
cubierta por una costra de tierra seca. La falda se desliza desde la cintura hasta las
rodillas. La tela abre las costuras dobladas, de cuyos pliegues cae arena a los pies. El
dobladillo le baila sobre la piel. La falda es de color amarillo brillante y le oculta las
rodillas.
Cuando tira de la cremallera de la falda, advierte que
está rota. Tira entonces de la tela y, en la costura del lado contrario, junto a la
cintura, mete con fuerza el botón de la parte superior de la cremallera y deja caer la
blusa por encima de la falda, de cualquier modo. La tela está arrugada; también lo
recuerda. El desorden y el caos. Todo le sirve para tratar de poner orden, de ordenar la
confusión. Pero tiene los dedos desgarrados y le sangran, lleva la parte superior de la
blusa abierta, allí donde se le ha caído el botón. Mira detrás de si, al lugar en que
tenía apoyado el codo. El botón ha desaparecido, y ella sabe que es inútil buscarlo.
El hilo que sobra cuelga de la tela donde estaba
cosido. Ya ha pensado en cambiarlo por el último de la blusa. Así cambiará también la
confusión que la embarga. Va con los pechos desnudos, los delicados pezones sienten el
roce de la tela, como si estuviesen escaldados, y en el surco donde aquéllos se
encuentran la tocan los rayos más frescos del sol.
Esparce la tierra lisa sobre los puntos manchados que
dan vueltas y más vueltas en el suelo, donde un animal herido ha llevado a cabo un rito
solitario. Esparce limpiamente la arena clara sobre las marcas. Sometida a su propia
agonía, en su descontrolada liberación, la echa a puñados. La tierra más fina vuela;
en cambio, los granos más pesados caen con rapidez. La tierra más fina ciega.
Fefelafi cierra los ojos y derrama su tristeza. Echa
más tierra, hasta formar un gran montículo a su alrededor; y después se desploma sobre
el suelo. Ha levantado un sólido montículo de tierra suave como la ceniza. Entonces
descansa. Ha recuperado las fuerzas.
Un firmamento de desesperación. Quienquiera que deba
ser enterrado en ese lugar estará en la tierra más fina que existe, tan ligera que hasta
las hormigas pueden transportarla, pegarla con saliva y levantar con ella estructuras más
altas que los árboles.
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