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septiembre -octubre 2000  num 20

biografía  |  versión en inglés versión en catalan

extracto de la  novela
Mariposa en llamas
Yvonne Vera

Traducción: Alejandra Devoto

         
No. Ni la sospecha de caer ni, por lo tanto, el deseo de aferrarse a algo sólido o de apoyarse en alguien, en alguna parte. Ni la necesidad de nada tan rígido como una voluntad. Pero tampoco la ligereza. La clase de ingravidez que se siente al mirar desde lo alto de una cuesta escarpada. Eso sólo hubiera servido para volar; o habría bastado con adelantar los hombros y que las rodillas se decidiesen. Sintiendo el peso de las copas de los árboles altos, su exuberante verdor; su ondulación y su quietud. Sólo el mero anhelo de una tierra que bulle y crece hacia el cielo, formando amplias elevaciones en cuya parte posterior hay cuencas llenas de una serena esencia que engendra la hierba, los insectos cantarines y los árboles, una tierra que se detiene, escucha la hoja que cae, la gota de lluvia que cae y después se desvanece.
      Pero en esa planicie los brazos son libres y no buscan a tientas otra verdad, y los ojos se dirigen hacia el suelo. El cuerpo es libre, está solo, nada lo perturba. La tierra, próxima y desnuda; su falta de peso se huele. El cuerpo no es más que una pluma erguida, clavada en el suelo, preparada para sucumbir al más leve suspiro. Se mantiene en suspenso, a punto de desplomarse en cuanto caiga una sombra. Uno se encuentra en el suelo, sin nada que le permita calcular; al estirar el brazo, la distancia entre la punta de un dedo y la parte superior del hombro, sin nada que garantice la altura o que ayude a distinguir los pasos, a medir los temblores de la desconfianza o de una cruel inhalación.
      La columna no tiene ningún apoyo. Las personas parecen diminutas y seguras, se mueven como plumas en ese espacio reducido e iluminado entre el cielo y el suelo. El latido del corazón, el susurro solitario, la angustia de la tentación, no hay nada que contemple todo esto. Sostener en la mano una hoja verde y ancha habría servido para aliviar la tragedia, para medir la experiencia: lo ambiguo, lo fútil y lo magnífico. Una hoja verde y ancha. Pero no hay ninguna. Todos los arbustos poseen espinas, grises, plateadas, secas. Rígidas y completamente inmóviles.
      Y el valor; cómo se mide cuando no se tiene cerca la corteza firme de un árbol, o por lo menos algo blando, como la superficie de un lago. Un reflejo. Nada que haga pensar en la ternura. Dónde se encuentra la buena fortuna si no existen las cimas de las montañas, el suave descenso a algún valle, un surco tentador en la tierra, algún éxtasis fabuloso para que al menos uno se sienta más viejo que la maldad y se aparte del destino y la locura.
      Tierra con movimiento. Un movimiento variado del horizonte donde los ojos van de la montaña al valle, y de las copas de los árboles vuelven al valle. El consuelo necesita de un movimiento así. Pero no hay ninguno.
      La tierra es yerma y apenas está salpicada de arbustos bajos. Un espino aquí. Allí un ave. Simples puntos de vida en esa vasta planicie. Más allá, campos y más campos de ondulante hierba seca, sin ningún árbol. Al otro lado, detrás de los arbustos raqufticos, se encuentra Makokoba, donde están Sidojiwe E2, Jukwa Street, Bambanani, L Road, D Square, Banda Road y muchas calles más. Un lugar negro. Las casas son refugios diminutos, como los arbustos. Alrededor de ellas, árboles altos introducidos uno a uno, detrás de cada hilera de casas, montando guardia por si ocurriera un accidente previsto, algún caso de fractura, como un hueso roto. En todas las calles el sueño se frota contra el sueño. Cerca, muy cerca.
      Espinas resistentes, de corteza seca y crujiente, y dedos largos y finos, fuertes, color habano, como el vidrio oscurecido.
      Fefelafi no tiene miedo mientras el cielo se derrama sobre su frente con el parpadeo del deseo perdido, ningún miedo, tan sólo granos sueltos de arena bajo los pies, y un día entero.
      Empuja. La ha empujado hacia adentro, aguda y desgarradora. Sin miedo, sin emoción. Así debe ser. Entrando y saliendo de un saco acuoso. La recibe lentamente, como si ese movimiento le proporcionara un alivio extático. La mano firme dentro de su cuerpo, su propia mano infligiendo un daño irreversible. El brazo derecho apoyado sobre el interior del muslo, cuidadosamente separado del suelo. A la altura de la muñeca, la mano está tan torcida hacia adentro que parece quebrada. La mano se mueve y se sacude con movimientos rápidos. Tiene la cabeza lejos de los muslos, apoyada en el suelo, y la pierna izquierda extendida sobre éste, bien abierta. La mano le resbala por el muslo izquierdo. Está tensa. Los dedos se mantienen inconmovibles con cada pinchazo desesperado. La tierra permanece quieta. De lejos, ella no es más que una marca en el suelo.
      Su cuerpo acepta todos sus movimientos, las piernas cada vez más separadas; ahora tiene las dos rodillas flexionadas, cada vez más arriba, hacia la luz permanente del día, preparándose para sentir el temblor que prevé, y lo siente: al principio es una tibieza que le recorre el brazo, apenas perceptible, como si de un recipiente lleno a rebosar se derramara el agua que ha quedado destapada al sol; la tibieza chorrea, se vierte, se hunde, la atormenta. Sigue doliéndole. Oleada tras oleada, y la tibieza es espesa y feroz. Es su propio recipiente el que está lleno a rebosar. Es ella misma, su propia angustia la que se derrama sobre algún límite de la existencia que de pronto había dejado de comprender; demasiado leve y demasiado pesada. Es ella. La abraza, se prepara para el desgarro. El cuerpo se le rompe como la madera podrida. En el fondo casi de lo más profundo de su ser; tan cerca que es hondo y próximo al mismo tiempo. No se atreve a mirar su propio daño. Demasiado próximo y nuevo.
      El dolor supera lo imaginable. Es cortante. Lo sujeta con los codos, que clava en la tierra, a sus espaldas. Tiene que situar el dolor en algún sitio ajeno a su propio cuerpo, en otra parte; pero no hay ningún lugar donde esconder nada, ningún refugio. Sólo sus dedos se funden con la agonía de la liberación. Cierra la mano derecha. Para creer en su propio dolor; para vivir en él, para conocer sus matices verdaderos o falsos, debe aceptarlo, porque desea con desesperación lo que hay más allá. Busca algo neutro e inconcebible: sencillamente ser. Alguna clase de vida, no la que lleva. Para alcanzar esa hermosa meseta, el dolor es una roca que debe derrotar; y por eso le rinde su grito, su tiempo y también su dicha. Se acuerda de ésta. Anhela alguna montaña, alguna forma que recorrer con la mirada antes de tocar el cielo. Anhela la larga rama de un árbol a la espera de que los pájaros se le posen encima, algo para librarse de la angustia. No hay alivio. Por el contrario, el dolor se agudiza y la reclama, quema con un ardor infinito que supera todo cuanto haga para cambiarlo. Le da vueltas y se agita por todo su cuerpo, y ella es un relámpago. Un rayo de calor.
      Fefelafi se aleja, nadadora en aguas silenciosas, a través de algo blando y líquido que rodea su cuerpo, y es como silo olvidara todo, dónde ha estado y lo que ha pasado. Transcurre una eternidad, un período del cual no es consciente, salvo esa tranquilidad, esa sensación de no pertenecer a nada en absoluto: ni a su cuerpo ni al cielo que tiene sobre la cabeza ni al árbol ausente que imagina, ni siquiera a la ausencia con montañas que cabría imaginar; al vacío y al no ser. Ausencia. En su lugar; un tiempo tranquilo en el que ella no está. No ser. Ahora el líquido blando está lleno de luz. Fefelafi.
      Tiene la espalda contra el suelo y le tiemblan las rodillas. Los hombros medio enterrados en la tierra blanda y abundante. Su cabeza gira hacia la izquierda y la cara queda apoyada en el hombro izquierdo. Los ojos esperan, entornados. Las lágrimas que brotan de ellos recorren cada surco intenso y cada línea de consternación. La mitad del labio inferior queda atrapada entre los dientes, sujeta con fuerza para no rendirse. Hunde todavía más la cara en el hombro hasta enterrar la cabeza en la firme calidez del sol, y el pelo se tiñe de color arena. Cambiada, consumida, toda su forma es una máscara de madera que flota en la arena movediza. Gota a gota, la tierra acoge sus lágrimas como si fuesen lluvia.
      Ella es un relámpago y arde como tal. Es fuego y llama, es luz. Con gran pena, estrecha algo tan muerto como una raíz. Aprieta aún más esa sustancia muerta que no le promete anclaje alguno, no le promete rescate ni curación. Las esperanzas se esfuman una a una. Afloja el abrazo lentamente y vuelve a deslizarse en la leve blandura de una corriente líquida. Las propias piernas abiertas. Su cuerpo se disuelve en la sustancia más auténtica del dolor. Tiene que separarse del suelo, pero le cuesta mucho moverse. Vuelve a dirigir la cara hacia su cuerpo y afloja los codos. Adelanta el cuello, buscando, y gira la cabeza hacia la izquierda por si se le ha escapado algún detalle. Al frente están sus rodillas levantadas, separadas. A sus espaldas, un trozo de tierra vacía, y después el espino.
      El espino del que había cortado la espina más larga y fuerte que encontró está ahora encendido de puntos rojos. El rojo la sorprende y le llena los ojos, porque antes no estaba allí. Quizá sea el agotamiento. Vuelve a mirar el arbusto con atención: está cubierto de flores rojas, tiene flores rojas. Lo acepta como una incapacidad suya para recordar dónde está y qué ha pasado. De pronto, con un brusco y ruidoso estremecimiento, se produce la huida, que eleva al cielo un coro estridente, y cae en la cuenta entonces de que esos puntos rojos que se mueven son los picos de docenas de pájaros grises que descansaban entre las espinas. Las aves echan a volar; dispersando sus gritos. El sonido crece hacia ella. Una sombra moteada se extiende sobre su cabeza, dejando una multitud de alas que baten en sinuosas capas. Las gotas rojas se arremolinan más allá de su cuerpo y se pierden en el fondo de su subconsciente.
      Fefelafi se recoge la falda hasta la mitad de la espalda húmeda y temblorosa. La falda es estrecha. Enrolla un extremo y siente contra la piel el roce de la ancha cintura, que le impide moverse. Se le cae un botón negro. Se le cae un recuerdo. Se le ha caído un botón de la parte delantera de la blusa. Queda semienterrado debajo del codo izquierdo. La cremallera le raspa la espalda cuando se desliza la falda hacia un lado. Le da vueltas y vueltas hasta que alcanza la cremallera con el dedo izquierdo y la abre.
      La cintura se afloja y la falda se abre. Ahora le resulta fácil moverla, y adelanta el cuerpo para soltar el resto de la prenda. Hace un lío con ella y se lo mete, firme y seguro, debajo del cuerpo. Se protege el vestido. El metal frío de la cremallera le queda por encima del ombligo. Está casi desnuda, sólo cubierta por la blusa. En la pechera, desabrochada, falta un botón. Está desnuda, no lleva encima más que el peso de su propio sufrimiento, el peso del valor.
      La tierra está seca y la lluvia demasiado lejos, hace demasiado tiempo. La arena, suelta, se le escurre bajo los codos como una brisa fatigada. Tiene los codos enterrados en la arena, los talones hundidos en ésta. Su angustia penetra en el suelo. Demasiado cerca, un dolor repentino, insoportable, y mucho más lejos. Oculto y desgarrador. Cada vez más profundo. La tibieza se solidifica. Más espesa e inmediata. Es dura. Se desliza y avanza como puñados de saliva. Excesivamente espesa para ser saliva y excesivamente pesada para tomarla toda sólo con la mente; su dolor y su contacto resultan demasiado extraordinarios, demasiado puros.
      Por un instante, en el cielo aparecen montañas, muchas montañas. Ve la pendiente del valle y sus depresiones con la misma calma que reina dentro de su propio cuerpo. Una sensación, limpia y ordenada, inunda su cuerpo expectante. La acepta incluso cuando desaparece y empiezan las lágrimas a brotar espontáneamente; el dolor le sube por la espalda y la empuja hasta un lugar oculto, y se le cierran los ojos porque la luz es demasiado intensa. Conserva en sus ojos el valle, así que puede encontrar un pequeño escondite mientras contempla las montañas que se pliegan las unas sobre las otras y proyectan sombras protectoras sobre cada tajada de su dolor.
      Llevamos todas las estrellas en los ojos, por eso estamos solos. Todavía tenemos que nacer. Algunos no nacerán nunca. Se nace por casualidad y por suerte, y se sobrevive en el mañana por puro motivo e interés. Pero eso a ella no le importaba.
      Piensa en cualquier otra cosa mientras el niño se separa de ella, y el cielo, de tan bajo, parece adornarle las rodillas, que, débiles, se le doblan. Las montañas han desaparecido, se han esfumado. Se han allanado sobre la tierra con sólo bajar los párpados. Entre risas y lágrimas, vuelve a ver los picos color carmesí, rayas rojas contra un cielo completamente azul. Descienden sobre el espino con alas silenciosas, y sobre su cuerpo ondula una sombra, como una brisa fugaz. Todos los sonidos se serenan ante el ascenso y el ritmo de esas alas. Los pájaros se funden con las espinas grises. Las hermosas flores rojas abrazan otra vez el arbusto. Hasta puede oler el polen y ver las abejas. Ríe con la risa callada de una loca solitaria, llena de fatídico reconocimiento y pesaroso deseo. De lejos, su risa no es más que una marca en el suelo.
      Le tiemblan los muslos, pero tiene el cuerpo enterrado lejos del refugio de los arbustos, que están desprovistos de hojas y no le proporcionan alivio. Hunde la cabeza en el pliegue del brazo derecho, por encima del codo. Debe cerrar los ojos y doblar los brazos para favorecer esa última filtración de deseo. Sale con fuerza, oleada tras oleada, como un aluvión que desborda las márgenes del río, descubriendo una nueva ribera donde antes no había agua. Se halla en el fondo del río, aunque esté seco. El aluvión que desgarra el lecho de orilla a orilla no la afecta. El río es una omnisciencia insistente y ensordecedora. No es agua sino un viento líquido, un estanque de fuego en el que ella arde sin cesar. No ha nacido nada. No ha nacido nada en absoluto. No se ha quitado nada.
      El tiempo le cierra los ojos, y después, poco a poco, adquiere una fuerza desconocida que la impulsa hacia adelante, como un pétalo al que arrastrara una corriente de viento. Tiene los dedos pegajosos. Le arde la piel. El tiempo soporta cada ruptura como si se abriera una flor o se limpiara una hoja.
      Las espinas y los pétalos rojos aguardan juntos. De pie sobre sus piernas temblorosas, cerca del arbusto, ella teje una cuna de espinas. Le sangran los dedos cada vez que corta una rama, una ramita del arbusto. Se le desgarra la piel de las manos. Deja intactas las flores delicadas. Teje un nido, una tosca cuna de espinas que ofrece al suelo, junto a sus pies, donde mana una serena agonía. La cuna contiene su sangre que fluye, como un tamiz. La agudeza gris y lisa de cada espina se enlaza con firmeza en la siguiente y descansa debajo de su cuerpo, un nido prieto: por encima está su cuerpo y su temblor hacia la luz; debajo de ella el niño, todavía no, queda liberado.
      Cayendo sobre un cesto de espinas, sobre la arena suelta, los granos se alejan los unos de los otros sin tocarse, sin saber; sin pertenecer. Flechas de luz que no parecen proceder de un solo lugar; sino que le atraviesan el cuerpo como si éste fuese una membrana transparente que cubriera por dentro una cáscara de huevo.
      Siente el calor sobre la cara interna del brazo, encima del codo, la curva oculta del pie, y sabe que en ningún otro lugar estará más cerca de esos pétalos. Yace en el suelo, el dolor le lame la pesada frente, detrás de las orejas le chorrean gotas de sudor. Su dolor no conoce límites. Ella yace en el suelo, luchando contra un miedo tremendo y la rendición.
      Tira de la enagua de nailon que lleva enrollada en la cintura, debajo de la falda. Tira de ella hacia abajo, hacia las rodillas, y se la pasa por los pies. Después de quitársela, se enjuga la cara, la frente. La tela se le resbala y cae al suelo, a su lado, pero la recoge y vuelve a ponérsela sobre la frente. Sostiene la tela aunque le tiemblan las manos empapadas. La aprieta con fuerza y se seca una y otra vez. Cuando acaba, tiene la cara tan seca que parece a punto de rompérsele.
      No hay en ella consuelo ni ocultación. Se limpia la frente. La tela está mojada y le humedece los dedos; ahora que contiene la tibieza de su cuerpo, se ha puesto más resbaladiza. Se pasa la tibieza por el vientre. Al hacerlo, siente sobre ella la tela húmeda. Se estira y se mete la enagua de nailon entre los muslos.
      La falda es un objeto duro debajo de ella, entre su inquietante herida y el suelo. Dobla el brazo izquierdo sobre el cuerpo, localiza el montón de tela y tira de él. Ahora tiene el costado izquierdo del cuerpo apoyado directamente en el suelo, y enseguida advierte que esa tela aplastada, a pesar de haberle producido un dolor constante en el costado, se ha convertido en un ancía, en un dolor que la contiene. Apoya la tela deshilachada sobre su cuerpo mientras trata de levantarse del suelo con la enagua y la tibieza apretadas entre las piernas.
      La tierra blanda, maleable, tamizada, lleva impreso todo su contorno. Cuando levanta el cuerpo del suelo, observa el lugar donde ha estado enterrada y le ofrece su sangre a la enagua. La sangre empapa la tela; ella dobla la mano derecha y recoge, con la fina tela de nailon, la tibieza que ya no le pertenece.
      Firme y más firme. Recibe cada movimiento de su cuerpo y el líquido se le desparrama sobre el brazo, sobre el nailon resbaladizo entre los dedos, y el niño no
      nacido, demasiado pequeño para ser un niño, apenas un revoltijo dentro del nailon, un objeto viscoso y tosco entre el encaje del dobladillo y el elástico que frunce el nailon en volantes rosados que brillan, resplandecen en el hueco de su mano. Cierra ésta secretamente.
      El suelo es suave y ella lo mueve, lo desliza fácilmente entre los dedos, puñados de tierra que arden con el aroma del sol, y granos de arena sueltos, desprendidos, que giran libremente y refulgen a la luz del día. Entre cada grano, el suelo es un fino polvo pardo, molido hasta una sagrada ligereza. Como Fefelafi tiene los dedos húmedos, los granos de arena se le pegan y trepan por el brazo inmóvil. Recoge rápidamente esa tierra abundante, de movimientos graciosos y naturales, como un saludo. De pronto, bajo el suelo blando aparece la tierra dura. Un casco negro y sólido, compacto, que no puede cavar ni romper.
      Es. Es. Es. El suelo sencillamente es. No se mueve, no es amable, es una quietud violenta. Un simple techo que sella el fondo de la tierra. El agua no conseguiría disolver su rigidez, su férrea voluntad. Escarba como cierta clase de animales que temen al predador y no tienen donde esconderse, porque su pelaje es demasiado visible y su olor; aunque se supone que sirve para defenderlos, deja un rastro excesivamente notorio para pasar inadvertido. Su desesperación, sus movimientos, revelan una gran desconfianza. El suelo es de roca y resiste todos sus intentos de abrirlo con las manos desesperadas.
      Sólo el suelo blando resbala a un lado, se amontona, resbala y se amontona. El suelo blando forma un montículo, un recipiente para las lágrimas tibias que todavía no han brotado. Es tan seco y fino que cuando ella lo aprieta permanece unido formando una masa. Sin embargo, cualquier viento lo afloja y lo convierte en aire. Pero en su interior hay tierra más seca aún, intensa como un sueño repetido, apretada y unida. Es más oscura y su triunfo se equipara a algo que Fefelafi tiene en la cabeza, donde hay un ardor constante. Cuando algo se quema, al cabo de poco tiempo se convierte en ceniza. Ella escarba más allá de ese núcleo; la tierra es suave, caritativa, perdonadora. Se ha convertido en ceniza. Recoge esa tierra en la concavidad que forman sus dedos entrelazados y la alza sobre su cabeza, más arriba; cuando separa los dedos, la tierra cae al suelo igual que un recuerdo dulce.
      Piensa en su sed y se pregunta durante cuánto tiempo no podrá beber agua. Entre sus anhelos están la tierra dúctil como la arcilla y el sabor del agua. Anhela las verdades sencillas: una mañana en que el sol naciente acaricia la tierra, y nada más. Se ríe de su anhelo de que comience otra cosa, algo inofensivo, como la salida del sol, algo que no tenga que comparar con su propio cuerpo. Ahí fuera, tentador; en el lejano horizonte. Sí, un amanecer con un revuelo salvaje como el polvo rojo. Así es. Familiar y libre. Un fermento líquido.
      La falta de agua. El agua une las cosas. Dos piedras en un estanque de agua se convierten en una, pero al aire libre cada una de ellas está orgullosa y sola. Dos palos, dos ojos que pertenecen a la cara de un niño. Cuando una planta se seca, adquiere la indiferencia de la piedra. A menudo arde, leve como el polvo.
      Fefelafi está en una tierra seca, esperando en una eternidad. Escarba el suelo con la lengua entre los dientes, sorprendida. Concentra toda su atención en una blandura suave, dispuesta a someterse a una pared tan impenetrable. Arenoso suelo arrullador; terreno impasible.
      Las espinas hacen juego con el límite nítido del horizonte. Aquí, tanto la mañana como el día ofrecen el mismo círculo cortante de cielo y tierra dura. A menos que haya algún otro objeto al alcance de la vista, girar el cuerpo no significa nada fundamental; no se produce ningún cambio, sino la misma visión por encima del hombro, a menos, claro está, que uno sepa algo acerca de las nubes, su forma y su peso que salte a la vista, como el agua que contienen o, la mayor parte de las veces, no contienen. Cuando hay agua, se huele en las nubes, como el polen. Cambiar de sentido implica algo completamente diferente, quizás acerca de la vida, en cualquier caso sin relación con el concepto de hombros realineados sobre el tronco de un árbol, sobre una roca, un río o una esperanza.
      Cuando el cielo es todo él de un azul compacto e implacable, uno busca el rocío de frases susurradas que entran y salen del cielo. Esta danza distante en las alturas es tan notoria como el paso de una suave brisa sobre un montón de plumas: una perturbación que no modifica los contornos absolutos del objeto sino su emoción. Es un indicio que, como la respiración inocente de un niño sobre un grano de arroz, desprende la cáscara rota.
      A veces hay manos de mortero finas y delgadas que ondulan, suspendidas, y semejan hormigueros celestes. Y parece como si flotasen montañas por toda la bóveda del cielo. Las hay oscuras, sobre las que se arremolina un humo blanco. También hay rocas que cuelgan del borde de otras más pequeñas, más y más arriba, que tocan el cielo por todos los lados de su horizonte. Nada gira, a excepción de alguna realidad curva. Eso no es agua, sino sequedad.
      Se produce un chasquido como de ramitas finas y secas; una rama que se rompe.
      La suavidad de sus muslos es tan hermosa como el recuerdo de un aroma que nos transporta hacia otro momento al que el agua no ha unido. Es un lugar seguro. El paso de ese momento es breve. El tacto a lo largo de su muslo izquierdo permanece igual que un suspiro prolongado.
      El cielo está bajo y lo enciende todo con su resplandor. Los granos de arena son un destello plateado como gotas de rocío. El aire adquiere una frescura nítida; ella lo siente en la frente, una brisa minúscula que crece y le abanica los ojos. Los cierra y escucha cómo se le enfría la piel hasta quedar templada. También las rodillas se le enfrían. A medida que se le fortalecen las rodillas los pesos desaparecen uno a uno, y se da cuenta de que puede andar y buscar su propio refugio.
      El corazón que late es el suyo, suyos los brazos, y ella es ella. Ha surgido de un caparazón agrietado. Existe un vacio tranquilizador en la bóveda celeste. Ha soportado la pérdida voluntaria de su hijo. Voluntaria, no inesperada. Esperada, no involuntaria. La sangre se le ha secado sobre los muslos, entre los dedos; la cabeza le da vueltas y le pesa; la tierra está seca, cavada y libre.
      Así.
      Cada momento es suyo, y recuerda los detalles con claridad, incluso cuando todavía lo está viviendo, viviendo en él, formando parte de él y separándose de él. Al levantarse, tiene que recordar. El suelo a su alrededor; moldeado como la arcilla, oscurecido por una sangre que es suya. Le falta la enagua, cubierta por una costra de tierra seca. La falda se desliza desde la cintura hasta las rodillas. La tela abre las costuras dobladas, de cuyos pliegues cae arena a los pies. El dobladillo le baila sobre la piel. La falda es de color amarillo brillante y le oculta las rodillas.
      Cuando tira de la cremallera de la falda, advierte que está rota. Tira entonces de la tela y, en la costura del lado contrario, junto a la cintura, mete con fuerza el botón de la parte superior de la cremallera y deja caer la blusa por encima de la falda, de cualquier modo. La tela está arrugada; también lo recuerda. El desorden y el caos. Todo le sirve para tratar de poner orden, de ordenar la confusión. Pero tiene los dedos desgarrados y le sangran, lleva la parte superior de la blusa abierta, allí donde se le ha caído el botón. Mira detrás de si, al lugar en que tenía apoyado el codo. El botón ha desaparecido, y ella sabe que es inútil buscarlo.
      El hilo que sobra cuelga de la tela donde estaba cosido. Ya ha pensado en cambiarlo por el último de la blusa. Así cambiará también la confusión que la embarga. Va con los pechos desnudos, los delicados pezones sienten el roce de la tela, como si estuviesen escaldados, y en el surco donde aquéllos se encuentran la tocan los rayos más frescos del sol.
      Esparce la tierra lisa sobre los puntos manchados que dan vueltas y más vueltas en el suelo, donde un animal herido ha llevado a cabo un rito solitario. Esparce limpiamente la arena clara sobre las marcas. Sometida a su propia agonía, en su descontrolada liberación, la echa a puñados. La tierra más fina vuela; en cambio, los granos más pesados caen con rapidez. La tierra más fina ciega.
      Fefelafi cierra los ojos y derrama su tristeza. Echa más tierra, hasta formar un gran montículo a su alrededor; y después se desploma sobre el suelo. Ha levantado un sólido montículo de tierra suave como la ceniza. Entonces descansa. Ha recuperado las fuerzas.
      Un firmamento de desesperación. Quienquiera que deba ser enterrado en ese lugar estará en la tierra más fina que existe, tan ligera que hasta las hormigas pueden transportarla, pegarla con saliva y levantar con ella estructuras más altas que los árboles.

© 2000 Yvonne Vera
Traducción: ©
Alejandra Devoto

Mariposa en llamas, Yvonne Vera, Ediciones B, 2000.
www.edicionesb.com
Este extracto (capitulo 16) de la novela Mariposa en llamas  es una publicación de The Barcelona Review con el permiso del Ediciones B y Anna Soler-Pont Literary Agency. 
Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografíaY. Vera

Yvonne Vera nació en 1964 en Bulawayo, Zimbabue donde realizó sus estudios elementales y trabaja como directora de la Galería Nacional de Arte. Doctorada por la Universidad de York, en Toronto, Canadá, es autora del libro de relatos Why Don´t You Carve Other Animals? (1994) y de las novelas Nehanda (1993) y Without A Name (1994), ambas galardonadas con el Zimbabwe Publisher´s Lierary Award, y Under The Tongue (1997), gue valió el premio Commonwealth concedido a autores africanos.

Traductora:
Alejandra Devoto
es traductora e intérprete jurado del inglés al español. Traduce textos de divulgación y narrativa. Ha traducido a Yvonne Vera y a Nawal el Saadawi, entre otros. Vive en Barcelona desde 1985. ale@teclata.es

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