Ser traducido o el pelo de la
Virgen
Lawrence
Norfolk
Traducción de
Juan Gabriel López Guix
Toda iglesia necesita un altar, y todo altar
necesita un santo muerto. La escasez de estos últimos a principios del siglo VIII dio
lugar a la práctica de dividir los cadáveres beatificados y distribuir los pedazos entre
las iglesias desprovistas de reliquias. Compadezcamos a la pobre santa Isabel, cuyo cuerpo
aún caliente fue despojado en 1231 de pelo, uñas y pezones por unos cazadores de
reliquias arrebatados por el entusiasmo. O a Santiago: un brazo en Lieja, el otro en
Alsacia, una mano en Reading, parte del pecho en Pistoia, un diente en Bremen y el resto
en Santiago de Compostela. Tanto Jesucristo como su madre ascendieron corporalmente al
cielo al morir, por lo que no pudieron proporcionar más reliquias que las obtenidas en
vida. Nueve iglesias diferentes afirman poseer el prepucio de Jesucristo. Sesenta y nueve
afirman poseer frascos con leche procedente del pecho de la virgen María. Un mechón suyo
ha llevado una existencia propia bastante ajetreada desde el tijeretazo original en algún
momento del siglo I.
El término teológico para tales desplazamientos es
«traslación». Proviene del más irregular de los verbos latinos, fero, tuli, latum,
que significa «llevar» o «transportar». El antiguo término griego para el
desmembramiento que necesariamente precede a una traslación múltiple es «sparagmos»,
que es lo que las Ménades de Tracia le hicieron a Orfeo. Es decir, despedazarlo. Su
cabeza fue arrojada al río Hebro, desde donde -cantando, según algunas versiones- acabó
por hallar tierra y sepultura en la isla de Lesbos. Últimamente la «traslación» se ha
convertido en algo que les ocurre a los libros. («Sparagmos» también, aunque eso ahora
se conoce con el nombre de «corrección»). Claro que el despiece y la distribución de
los santos sólo se asemejan de forma muy aproximada a la clase de operaciones realizadas
en los libros. Que un simple mechón de la cabeza de la virgen María pueda ser tan eficaz
como todo el cuerpo o que un santo pueda ser subdividido ad infinitum y que cada
parte conserve el poder del todo (para sanar, salvar o proteger contra la mala suerte)
depende en última instancia de la doctrina de la gracia, que exige a su vez un
considerable acto de fe.
Nos encontramos con las mismas bases doctrinales que
sostuvieron la venta de indulgencias; unos apuntalamientos tan poco firmes no inspiran
demasiada confianza y, sin embargo, no acaban aquí las exigencias a los fieles. Porque el
hecho de que un mechón de pelo de la virgen María tenga un pretendido efecto benéfico
implica no sólo que el mechón representa todo el cuerpo y que el cuerpo representa toda
la provisión de la gracia virtuosamente ganada por María, sino también (al ser la
doctrina de la gracia absoluta) que esas sucesivas representaciones deben ser perfectas:
el significado del pelo es la virgen María, y todo cuanto ella significa se halla
presente en ese mechón. Una sinécdoque de verdad.
Carlomagno lo creía y llevaba la reliquia colgada del
cuello en el interior de una semiesfera de cristal pulido. Esperar que los lectores de hoy
realicen el mismo acto de fe pone de manifiesto un optimismo rayano en la locura y, sin
embargo, eso es lo que se presupone cada vez que se publica una traducción literaria. El
caso es que, por lo general, ese optimismo está justificado. Los lectores creen en la
traducción. Aunque para los escritores el proceso resulta menos plácido.
He aquí, a modo de ilustración, una serie de libros
que no he escrito: Lemprière's Wörterbuch, Le Dictionnaire de Lemprière, Slownik
Lemprièra 'a, Lempriere's Ordabók, Lemprières Lexicon, El diccionario de Lemprière, A
Lemprière-lexicon, Het Woordenboek van Lemprière, Kabbalin Kulta (por ser
impronunciable «Lemprière» en finés), Dictionarului Lemprière, Lemprière's Ordbog
y diversas variaciones más en lenguas (hebreo, cantonés, coreano, ruso, japonés) cuyos
alfabetos son, al menos para mí, ininteligibles.
La promesa implícita de una traducción es que lleva
dentro el texto original, que la intención expresada por el escritor original se
encuentra presente en la nueva versión al igual que la bondad salvífica de la virgen
María se encuentra presente en un mechón de su pelo. Sin embargo, en traducción no hay
doctrina de la gracia. En realidad, por lo que veo, no hay doctrina ni teoría coherente,
y la existencia de cátedras de Teoría de la Traducción en las universidades de todo el
mundo no garantiza la posibilidad de una traducción perfecta más de lo que el trono del
Papa asegura la virtud en el seno de la iglesia de Roma.
Los edificios sin cimientos suscitan nerviosismo en
sus habitantes, y todos los escritores tienen fama de ser propensos a la paranoia. Entre
las inquietantes operaciones que se realizan sobre un libro propio (corrección,
encuadernación, diseño de la cubierta, publicación, crítica...) la traducción
mantiene una preeminencia natural. Constituye una señal ineludible de que el libro ya no
es propio y se ha convertido en propiedad pública, que ha dejado de ser algo que uno hace
y se ha convertido en algo que uno ha hecho. El opus se ha convertido en corpus
y, además, como mínimo para el escritor, en un corpus muerto.
A continuación: el desmembramiento. Se subastan los
derechos territoriales y lingüísticos. Luego, durante un largo tiempo, no sucede nada. O
parece que no sucede nada. De modo distante e inescrutable, las traducciones están en
marcha. Las o se convierten en ø. A las c les salen rabitos. Diéresis, acentos y todo
tipo de signos y garabatos colonizan el texto y lo cubren con un manto de diacríticos. El
texto muta y, de un modo evidente, se hincha. Un libro traducido suele ser un 20 por
ciento más largo que el original. Aunque a veces se contrae. La edición británica de mi
primera novela tiene 530 páginas; la edición hebrea, 431. ¿Traslación? ¿Sparagmos?
¿Dónde está el resto del pelo de la virgen María? Uno no sabe lo que le sucede a un
libro en la traducción y, a veces, es mejor no preguntar.
Sin embargo, las preguntas surgen, aunque uno no las
plantee. Surgen de los traductores. Los esperas y, hasta cierto punto, incluso les das la
bienvenida. ¿Cómo se enfrentarán al delicado tejido de juegos de palabras a medias,
alusiones indirectas y diminutos cambios de tono que dan vigor a tu obra maestra? Tras
haber revuelto la lengua inglesa para meter cinco sinónimos de «barco» en la misma
frase, te preguntas si tus traductores de tierra adentro lograrán encontrar un número
suficiente en, por ejemplo, checo, por no hablar del eslovaco. ¿Y qué hay de los
veinticinco sinónimos de «libro», cada uno de los cuales empieza con una letra
diferente del alfabeto salvo la letra con la que empieza la palabra «diccionario», que
debe aparecer como broma retardada en el siguiente párrafo? ¿Cómo funcionará eso en
griego, cuyo alfabeto carece de los veintiséis caracteres necesarios? ¿O en cantonés,
que, en realidad, carece de caracteres?
A decir verdad, es posible organizar todos estos
interrogantes bajo dos acápites sucesivos: «¿Reconocerán mis traductores lo
extraordinariamente inteligente y talentoso que soy?»; y, si la respuesta es afirmativa:
«¿Me escribirán para decírmelo?».
Supongo que esto es disculpable si consideramos, en
primer lugar, los efectos deformadores de los años pasados con la única compañía de
una pantalla de ordenador y, en segundo lugar, que, si bien la mayoría de escritores
sólo necesita un camión de tamaño medio para transportar su hipertrofiado yo, un
petrolero no bastaría para llevar su cargamento de inseguridades. En cualquier caso, las
respuestas a las dos preguntas anteriores suelen ser: «Sólo por cortesía» y «No».
Las preguntas de un traductor, lo comprendes enseguida, no tienen como objetivo hacer que
los autores se sientan bien.
Por ejemplo: «¿Cuántas piernas tiene, si es que
tiene alguna, el capitán Roy? En la página 170 se dice que ha sufrido una amputación y
que ha perdido una pierna; en las páginas 389 y 478, en cambio, aparece sin piernas».
O: «El coche dobló a la izquierda delante del
mercado de los Inocentes para cruzar el río por el puente de [...] ¿seguro que dobló a
la izquierda y no a la derecha?»
«Y por cierto (página 284) ¿cómo es posible que el
azufre de Caltanisetta (Sicilia) proceda de Cagliari (el «Cagliari», supongo, de
Cerdeña)?»
Por último: «"He had not realized before".
¿"Realized" qué? ¿Es posible utilizar ese verbo sin objeto?».
A lo cual sientes la tentación de no responder.
Aunque lo haces porque los traductores no sólo son
los lectores más minuciosos y atentos que tienes, sino también los reescritores más
minuciosos y atentos que tienes. Tu texto está en sus manos. De mi traductor sueco,
Thomas Preis: «Muchas gracias por su rapidísima respuesta. Se preocupa usted de su obra.
No ocurre con todos los autores. Me encuentro leyendo las galeradas de mi traducción de
la novela de James Ellroy L.A. Confidential; ni siquiera se dignó en escribirme
una respuesta y dijo que no estaba interesado en cooperar». El escritor inteligente
guarda, al menos, las formas.
Las dudas de un traductor se centran en las
inconsistencias y las cuestiones de léxico. Ay del constructor de tramas descuidadas o
del acuñador de neologismos. Sin embargo, dado que una novela es más que una serie de
unidades léxicas hilvanadas por una trama, sólo un escritor con una confianza inhumana
no se preguntará de vez en cuando qué ocurre con todo lo demás: el estilo, por ejemplo,
o los cambios de registro, la relativa grosería o sutileza de los pasajes cómicos, los
grados de la ironía. Nunca me han preguntado si pretendo «ser gracioso».
Un escritor que está siendo traducido se encuentra
tan aislado como un general que intenta dirigir desde su búnker una guerra en veinte o
más frentes al mismo tiempo. Los partes logran (o no) llegar hasta él, pero, reducidos
como están a lo imprescindible, resulta difícil hacerse una idea global del conflicto.
Uno sospecha que quienes se encuentran sobre el terreno toman los asuntos en sus manos.
Peor, que toman la iniciativa o, peor aún, que se ha producido un estallido de
creatividad. La situación se encuentra fuera de control...
No es cierto o, al menos, sólo lo es en parte; lo que
ocurre es que el control ha sido transferido. El libro propio se está convirtiendo en
otros libros, lo que significaría que su escritor se está convirtiendo en otros
escritores o, de modo más específico, en un grupo de traductores. Y aquí es donde se
viene abajo la analogía. Tú sigues siendo «tú» mientras tu libro se reencarna en
albanés, estonio y japonés. ¿Quiénes son esos impostores que se afanan por imitar el
«tú» que escribió el libro? La dispersión de un texto por las lenguas capaces de
reproducirlo extiende su alcance y refuerza su atractivo, pero las reproducciones (por
parte de los traductores) del esfuerzo dedicado a la redacción original parecen
paródicas, en cierto modo burlonas. Por supuesto, puede ocurrir que un traductor sólo
aprecie oscuramente los titánicos esfuerzos invertidos en la composición de un libro;
pero lo que es seguro es que un escritor no comprende en absoluto las dificultades de su
ulterior traducción. Resulta bastante frecuente que un escritor no conozca nunca a sus
traductores y que sólo participe de forma tangencial en el proceso de traducción. El
libro acabado parece surgir ex nihilo, sin esfuerzo, o con el esfuerzo del original
omitido.
El proceso de traducción encuentra un incómodo lugar
entre las diversas actividades que desgajan un libro de su autor, coloca el primero ante
los potenciales lectores y transforma al segundo en un muñeco parlanchín a su servicio.
Es decir, la publicación. Cargada de malentendidos y paranoias, la traducción es el acto
que hace indiscutible la transición de un libro desde la intimidad de la imaginación de
un escritor hasta el ámbito público de la cultura y el mercado. Mis ediciones traducidas
son, de modo muy literal, ajenas a mí.
Y también me han pagado la casa.
La traducción como objeto -y con ello me refiero al
libro traducido más que a su proceso de creación- hace ricos a los escritores y felices
a los lectores. Entre las actividades a las cuales los escritores se comprometen en busca
de un dinerito extra (siempre bajo el eufemismo de «colocar la obra al alcance del mayor
público posible»), la venta de los derechos de traducción es la más provechosa y, al
mismo tiempo, la menos venal. No obliga al escritor a participar en lacrimógenos relatos
de su infancia ante periodistas tremendamente receptivos, ni en lecturas de su obra a
públicos de un solo dígito, ni en polémicas preparadas con críticos cuidadosamente
escogidos. Sin embargo, cierra la puerta a un sueño esotérico y muy preciado.
Imaginemos lo siguiente: un libro tan bueno que sus
aciertos tuvieran el poder de convertir en verdades la degradada escoria retórica de sus
reseñas más laudatorias. Que en lugar de ser «irresistible» (con lo que se quiere
decir que el autor ha intentado construir una historia) fuera de verdad irresistible. Que
en lugar de estar «bellamente escrito» (con lo que se quiere decir que contiene
adjetivos) estuviera de verdad bellamente escrito. Y que en lugar de ser «eso tan
excepcional, un libro necesario» (con lo que se quiere decir que el reseñador es el
marido de la autora) su historia tuviera de verdad la fuerza, la relevancia y la agudeza
que juntas constituyen la necesidad. Y que, en lugar de que se agotaran al instante
treinta o más ediciones traducidas, su misma perfección lo hiciera perfectamente
intraducible. ¿Qué pasaría entonces?
Estoy convencido de que son apócrifas todas esas
anécdotas procedentes de oscuras fuentes que cuentan las tribulaciones de esforzados
lectores que estudian ruso para poder leer a Pushkin, español para leer a Cervantes o
finés (lo cual sí pone a prueba toda credulidad) para leer el Kalevala. No
obstante, nuestro libro imaginario sería tan bueno (con lo que se quiere decir:
irresistible, bellamente escrito y necesario) que los lectores de todo el mundo
realizarían, al instante y en masa, el equivalente letraherido del acto de fe. Se
quemarían las cejas en el estudio del idioma en que estuviera escrito con el único
propósito de leer ese maravilloso tomo.
En lugar de emprender el libro el peligroso viaje
hasta su público -fuera quien fuera y fuera el que fuera el idioma en que hablara-,
imaginemos a los lectores lanzándose con frenesí contra los matorrales de una gramática
extraña, verbos irregulares, argot, léxico críptico y todas las demás cosas que una
vez condujeron a un amigo mío a describir sin paliativos la traducción como un
«infierno». Y, al final, tras haber batallado con su impaciencia hasta conseguir la
competencia requerida por las delicadezas y los matices de ese extraordinario libro,
imaginemos que lo abren y empiezan a regalarse con el banquete que tienen ante ellos y que
con tanto esfuerzo han ganado...
El papa Bonifacio IX intentó prohibir la
«traslación» de los santos del mismo modo que papas posteriores intentaron controlar la
«traducción» de la Biblia. Todo eso falló, y tanto los pies, los dedos y los prepucios
momificados como la Palabra de Dios se vieron transferidos desde Roma hasta las iglesias
más remotas de la cristiandad. Las paranoias de los escritores son similares a las de
Bonifacio. Muestran suspicacias y resentimiento ante la transferencia, la interpretación,
la traducción; ante cualquier cosa que aleje su libro de ellos. Sin embargo, la
corriente, ya sea cultural o espiritual, siempre es centrífuga, se aparta del centro.
Todo tiende a la dispersión.
No obstante, considero que un sencillo deseo late en
la niebla de paranoia que envuelve al escritor traducido. A todo el mundo le gustaría
escribir ese libro imposible: el libro que atrae a los lectores hasta su mundo y su
lengua, del mismo modo que Roma atrae a los peregrinos hasta sus iglesias. Se trata, es
evidente, de una fantasía cursi y sentimental, pero su corolario es aún peor. En tanto
que escritor traducido, puede uno convencerse de que ha escrito ese libro, pero que
veintitantos traductores ya han metido mano en él. De no haberlo hecho -prosigue el
razonamiento-, en ese momento sería muchísimo menos leído o (la tentadora alternativa)
reconocido universalmente como el mayor escritor del planeta.
La cuestión de si la extrema inverosimilitud de este
guión es indicio de un alto grado de paranoia escribidora ante el hecho de ser traducido
o viceversa no parece resoluble, y quizá no sea demasiado importante porque las
posibilidades de acierto de cualquiera de las dos alternativas son más o menos las mismas
que las de que la virgen María emerja viva, sana e intacta (salvo por un corte de pelo un
poco irregular) de la semiesfera hueca de cristal que antaño colgó del cuello del
emperador Carlomagno.
La única salida auténtica a este molesto enigma es
traducir uno mismo sus libros. Sin embargo, dejando de lado el inconcebible esfuerzo
exigido, semejante solución implica una posición lingüística peculiarmente incómoda.
Considero interesantes las palabras de Hilaire Belloc en una conferencia dictada en 1931:
«Hay cierto grado de familiaridad con el alemán que convierte a un inglés, sobre todo
en el terreno teológico, en incomprensible. Hay cierto grado de familiaridad con el
francés que convierte la frase inglesa que pretende traducir una francesa en poco natural
y un tanto ridícula». Si la cita parece opaca he aquí una paráfrasis (si bien
involuntaria) proporcionada por el sargento de guardia de Canción triste de Hill
Street unos cincuenta años más tarde:
«Y recordad, chicos, tened cuidado ahí afuera.»
Por desgracia, el escritor traducido puede estar
«ahí afuera» o «tener cuidado», pero no las dos cosas.
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