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índex català     noviembre - diciembre  n° 45

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Bailando con Fidel
Barry Gifford
traducción de Celia Filipetto

 

Las cosas no estaban saliendo como Mary había pensado. Hacía buen tiempo y calor; los vientos alisios mantenían la temperatura dentro de lo soportable, más o menos lo que había esperado de Miami Beach; de sofocante la había calificado Donna, la mejor amiga que Mary tenía en Dorchester, después de haber pasado allí su luna de miel el año anterior. A Mary le encantaba el sonido de esa palabra "sofocante". Una palabra muy sensual, pensó. El hotel también estaba bien: era limpio y elegante, sin ostentaciones, como algunos de los que había visto a lo largo de la costa, perlas falsas cuyas estridentes fachadas se iban destiñendo día tras día bajo la presión del sol implacable y el aire salado del mar. No, el marco tropical era el adecuado, quien fallaba era Walter Turner, su marido desde hacía tres días.
      Mary Keaton Turner estaba sentada en una tumbona, al borde de la piscina del hotel Spearfish; llevaba un traje de baño amarillo de dos piezas y gafas de sol puntiagudas. Fumaba un cigarrillo mientras miraba a Walter cruzar el largo de la piscina nadando braza. Era un buen nadador, observó Mary. Ella, por su parte, no dominaba ningún estilo. El hecho de que sólo supiera nadar como los perritos no le había preocupado hasta ese momento; de pronto, el ver incluso a los niños pequeños chapotear de un extremo al otro de la gigantesca piscina la hizo sentir fuera de lugar, incómoda por ser una nadadora inepta a los veintitrés años. Walter, que tenía veintiocho, había aprendido el crol australiano a los siete, decía.
      Walter era una buena persona, Mary lo sabía, amable y generoso, algo más guapo que la media, ya ganaba más que la mayoría de los hombres con puestos de mandos intermedios. Mary había comprobado las estadísticas de sueldos del año anterior, 1959, en la revista Fortune, mientras le aclaraban el color del pelo el día antes de la boda, y se había sentido confiada: a Walter le esperaba un brillante futuro económico. Todo el mundo, amigos y familiares, convenían en que era un excelente partido. Tal vez lo fuera, pero Mary lo encontraba... en una palabra, aburrido. En los tres días que llevaban casados, le había hecho el amor una sola vez e insistía en irse a la cama como muy tarde a las diez o las diez y media. Nadar, tomar el sol y comprar baratijas lo cansaban, le había dicho Walter a Mary. Si a ella le apetecía quedarse levantada, a él no le importaba, era un hombre consciente de sus limitaciones, aunque no dejaba que eso le quitara el sueño. Hasta ese momento, Mary se había ido a la cama a la misma hora que Walter, pero esa noche sería diferente.
      Después de cenar en la galería del hotel, Mary y Walter fueron junto con otra pareja de recién casados, que habían conocido en la piscina esa tarde, hasta al salón bar del Spearfish. Eddie y Diana Rogers eran de Cincinnati; él tenía treinta y uno, ella, veinticinco. A Mary le pareció que formaban una pareja simpática pero poco interesante; Eddie era censor jurado de cuentas, Diana era secretaria en un bufete de abogados, pero Mary deseaba otra compañía que no fuera la de Walter, de modo que cuando los vio cenando en la galería, se acercó a ellos y les sugirió que se reunieran más tarde en el bar.
      Mientras conversaban sentados alrededor de una mesa, después de haber pedido cuatro daiquiris de fresa ante la insistencia de Diana, "¡No te puedes imaginar lo divinamente bien que sientan!", Mary analizó su situación y decidió que Walter no era el hombre para ella. Un tipo agradable, pero no era el hombre al lado del cual se veía pasando el resto de su vida. No era tan difícil de entender por qué no se había dado cuenta antes: aunque técnicamente ya no era virgen debido a un episodio aislado a los diecisiete años, Mary no se había acostado con Walter hasta la noche de bodas; no se sorprendió de que el resultado no fuera excitante (a punto estuvo de soltar una risita cuando se le ocurrió la palabra), pero seguro que mejoraría. Antes de la boda había tantos detalles que atender, tantas distracciones, que las dudas sobre lo acertado de la decisión de casarse con Walter habían quedado relegadas a lo más recóndito de la mente de Mary; sencillamente y muy a su pesar, no llegó a planteárselas a tiempo. ¿Qué hacer?, se preguntaba Mary, mientras Walter, Eddie y Diana charlaban sobre cosas triviales. Decidió que al día siguiente llamaría a Dorchester y hablaría con su madre para tantearla, aunque Mary estaba casi convencida de que le aconsejaría que le diera una oportunidad a Walter, al fin y al cabo, era nuevo en esas lides.
      A las diez menos cuarto en punto, el marido de Mary anunció que estaba agotado y que se iba a la cama.
      —He nadado tantas piscinas que estoy hecho polvo —dijo Walter, se levantó y miró a Mary con una sonrisa relajada.
      —Pero si no te has terminado el daiquiri —dijo Diana Rogers.
      —Me lo termino yo —dijo Mary—. Ya me he bebido el mío. No te importa si me quedo un ratito más con Eddie y Diana, ¿verdad, Walter?
      —Claro que no —contestó él—. Quédate todo lo que quieras.
      Cuando Walter se hubo marchado, Diana se puso a hablar de perros de exhibición, un tema del que Mary no sabía nada. Diana y Eddie tenían un border collie campeón, que en los dos últimos años había ganado cuatro primeros premios.
      —Estamos pensando en llevar a Clipper al concurso nacional del Madison Square Garden del año que viene —le contó Diana.
      —¿Les importa si me siento aquí?
      Mary y los Rogers levantaron la vista y, de pie junto a la mesa, vieron a un cuarentón atildado. Llevaba el abundante pelo negro engominado y peinado hacia atrás, y en la solapa de la chaqueta azul cruzada lucía un alfiler de corbata, que parecía de diamantes, y en el meñique de la mano izquierda, un anillo con un diamante.
      —Estoy solo y me encantaría invitarlos a otra ronda.
      Eddie le señaló la silla que Walter había dejado libre.
      —Tome asiento —le dijo.
      —Gracias —respondió el hombre y se sentó.
      Le hizo señas a un camarero que acudió de inmediato.
      —Sírvenos otra ronda, Sidney —dijo—. ¿Qué están tomando? —les preguntó a los demás.
      —Daiquiris de fresa —respondió Diana.
      —Estupendo. A ellos les sirves tres daiquiris, Sidney, y a mí lo de siempre. Que sea doble.
      Sidney asintió y se marchó.
      —¿Qué es lo que toma siempre, señor...? —preguntó Eddie.
      —Victor. Vic Victor.
      Eddie y Diana se presentaron.
      —Soy de Cincinnati —dijo Diana.
      —Yo de Nueva York —dijo Mary.
      —¿De qué parte de Nueva York? —le preguntó Vic Victor.
      —Del condado de Dorchester.
      —Conozco Dorchester —dijo Vic.
      —¿Y usted? —preguntó Eddie.
      —De aquí y de allá —repuso Vic—. Ahora soy de aquí.
      Diana se echó a reír y comentó:
      —Después de allá.
      —No —la corrigió— antes de allá, después de aquí. —Lanzó una carcajada interrumpida por un sonido gutural que Mary sólo consiguió identificar como un «mm...mmm...ff».
      Sidney regresó y puso sobre la mesa tres daiquiris y un whisky doble con hielo.
      —La nueva ronda —dijo Vic y le entregó un billete doblado a Sidney, que lo cogió y volvió a marcharse. Vic levantó su copa y brindó—: ¡Salud!
      Cuando todos hubieron tomado un trago de sus copas, Mary dijo:
      —Señor Victor, no quiero parecerle grosera, pero ¿qué hace usted aquí?
      —¿Grosera? ¿Una muchacha guapa como usted? —contestó Vic—. ¿Una muchacha de Nueva York? Ni en broma. Pues aquí no hago mucho.
      Los cuatro estuvieron conversando y bebiendo durante más o menos una hora, luego Vic preguntó:
      —Eddie, ¿te gusta jugar? ¿A las cartas, a los dados, a la ruleta?
      —Estuve una vez en Las Vegas —contestó Eddie.
      —¿Y te gustó?
      —Sí —contestó Eddie—. Me gusta jugar a los dados, al crap.
      —Presta atención —le dijo Vic—, he fletado un avión privado para ir esta noche a La Habana dentro de —echó un vistazo a su reloj de pulsera de oro— cuarenta minutos. Se tarda media hora en llegar. Treinta minutos. ¿Por qué no me acompañáis? ¿Alguna vez habéis estado en Cuba? Magníficos casinos. Yo le pago al piloto. Estaremos de regreso dentro de unas horas.
      Diana se echó a reír.
      —¿Volar ahora hasta La Habana?
      —Sí, claro —dijo Vic—. ¿Por qué no?
      Eddie miró a su mujer y le preguntó:
      —¿Qué opinas, cariño?
      —Iré si viene Mary.
      Los dos miraron a Mary. La muchacha tomó un trago de la nueva copa de daiquiri. Pensó en Walter, que dormía en la habitación de ambos.
      —¿Por qué no? —dijo.
      En el taxi, de camino al aeropuerto, a Mary le entró el temor repentino de estar cometiendo una locura. En realidad no conocía a esa gente, sobre todo a Vic Victor. Podía tratarse de un gángster, pensó, y no sólo de un jugador. Cuba era otro país, un país cuyo gobierno acababa de ser derrocado. Había oído decir que a Cuba la llamaban "el prostíbulo del Caribe". El nuevo régimen había jurado que eso iba a cambiar, que iba a dar educación, alojamiento y comida adecuados a cuantos vivieran en la isla. Mary no sabía muy bien con qué se iba a encontrar. A Eddie y a Diana se les había subido el entusiasmo a la cabeza.
      Siguiendo las indicaciones de Vic, el taxi los llevó hasta la pista de despegue de un pequeño aeropuerto donde los esperaba un avión de ocho plazas. Mary y los Rogers siguieron a Vic Victor y subieron al avión, que de inmediato arrancó y comenzó a rodar por la pista, en cuanto Vic hubo cerrado la puerta. Se fue a la cabina, habló brevemente con el piloto y luego ocupó un asiento junto a Mary, al otro lado del pasillo.
      —Os presento a Hal —dijo. El piloto los saludó con la mano sin volverse—. Somos viejos amigos —les contó Vic. Luego le gritó a Hal—: ¿Verdad que somos viejos amigos, Hal?
      Hal le contestó levantando el pulgar, sin dejar de mirar al frente. Los pasajeros se abrocharon los cinturones y el avión despegó.
      Cuando estuvieron en el aire, Vic abrió un congelador portátil y les ofreció cervezas frías. Mary, Eddie y Diana se sirvieron una. Al ver que Vic no se servía, Eddie le preguntó:
      —¿Tú no bebes nada?
      Vic negó con la cabeza y respondió:
      —No puedo. Si a Hal le pasara algo, un ataque al corazón, un aneurisma cerebral, yo tendría que ocupar su puesto. Tengo que mantener la mente despejada, por si acaso.
      —¿Sabes pilotar? —le preguntó Diana.
      Vic asintió.
      —Ochenta y una misiones en Corea —dijo—. Dos objetivos confirmados, uno no estuvo claro. Aunque yo sé que le di al tercer ruso. Pero no os preocupéis, Hal tiene la constitución de un lagarto. ¿No es así, Hal? —le gritó Vic—. Le he dicho a esta gente que tienes la constitución de un lagarto.
      Hal asintió, volvió a levantar el pulgar sin darse la vuelta.
      —El único problema que tiene Hal —continuó Vic— es que hará cosa de seis años, en una pelea en un bar, le arrancaron un ojo. Fue un indio seminola, con un taco de billar. Imposible distinguir entre el ojo de vidrio y el bueno. Sigue pilotando tan bien como siempre, eso sí. Sólo de vez en cuando le fallan un poco los cálculos durante el aterrizaje. En mayo pasado, casi acabamos en un lago lleno de caimanes. ¡Eh, Hal! —gritó Vic— ¿cuál de los dos ojos es el de vidrio?
      Hal le enseñó el dedo medio y Vic soltó una carcajada.
      —Eh, que era broma —dijo—. Mi viejo amigo Hal tiene la vista de un águila. Acabaos la cerveza, ya estamos llegando.
      En el aeropuerto de La Habana, Hal aterrizó el avión con pericia, sin apenas sacudidas, rodó por la pista unos minutos y se detuvo frente a la terminal. Después del aterrizaje, se puso a escribir en una hoja sujeta a un portapapeles. Vic abrió la puerta, sacó la escalerilla y bajó primero.
      —Gracias, Hal —dijo Eddie— nos vemos en el viaje de vuelta a Miami.
      Hal agitó el lápiz pero no se volvió.
      Vic guió a sus protegidos hacia la aduana y les pidió:
      —No digáis ni una palabra, limitaos a seguirme.
      En la aduana, Vic exhibió un permiso o documento de algún tipo, ni Mary ni los Rogers alcanzaron a ver de qué se trataba, pero tanto a él como a sus acompañantes les indicaron mediante señas que entraran sin demora. El funcionario cubano se limitó a inclinar la cabeza al paso de Vic, y apenas se fijó en Eddie, Diana o Mary. Los cuatro subieron a un taxi Cadillac y salieron del aeropuerto a toda velocidad.
      —Iremos a El Gallo —anunció Vic— el mejor casino y club nocturno de Cuba. Confiad en mí.
      —No nos queda más elección que confiar en usted, ¿no es así, señor Victor? —preguntó Mary.
      —Por supuesto que sí, Mary —le dijo—. Siempre queda otra elección. Sólo que a veces es mejor dejar que las cosas sucedan.
      Diez minutos después llegaron a El Gallo. Al cabo de otros tres minutos, estuvieron dentro y los condujeron a una mesa. Había un escenario en el que tocaba una orquesta de veinte instrumentos, y una pista de baile llena de parejas. La mayoría de las mesas del club estaban ocupadas. La música sonaba fuerte y alegre y los clientes conversaban, reían, bebían y bailaban animadamente como Mary no había visto nunca.
      —El casino está en otra sala —le informó Vic a Eddie cuando los cuatro estuvieron sentados.
      Sin haber pedido nada, les pusieron delante unos tragos largos de ron adornados con enormes gajos de frutas dispuestos en el borde de las copas. La música sonaba tan alta que Mary apenas se enteraba de lo que le decían, de modo que se dedicó a beber sorbitos del cóctel muy dulce pero fuerte, y a observar a los bailarines. Al cabo de un rato, Eddie le dijo algo a Diana y luego se levantó de la mesa acompañado de Vic. Diana acercó más la silla a la de Mary y le comentó:
      —Van a jugar. ¿Quieres ir con ellos?
      Mary negó con la cabeza y dijo:
      —Aquí estoy bien.
      Diana y Mary siguieron bebiendo sus copas y disfrutando del espectáculo. Al cabo de otro rato, Diana le preguntó:
      —¿Ves a esos hombres de ahí? Los que llevan uniforme de faena.
      Se los indicó con una inclinación de cabeza. Mary miró en la dirección que le señalaba y vio a cuatro hombres barbudos, vestidos con uniforme militar, que fumaban cigarros.
      —Sí —contestó Mary.
      —Pues bien —dijo Diana— el de la izquierda, el del sombrero, no te ha quitado la vista de encima desde que nos sentamos. Creo que le gustas.
      En ese momento, el hombre se levantó y se acercó a la mesa de las muchachas. Se quitó el sombrero y miró a Mary a la cara.
      —¿Me concede el honor de bailar conmigo? —le preguntó.
      El hombre era muy alto y delgado, y lucía una barba castaño rojiza, larga y algo rala. Antes de que Mary pudiera contestarle, la había tomado de la mano y la condujo a la pista. Tocaban un mambo y Mary hizo lo que pudo para seguir el ritmo. No tardó en darse cuenta de que su pareja no bailaba mejor que ella, de modo que lograron acomodarse el uno al otro sin sentirse incómodos por la falta de práctica. En mitad de la pieza, Mary empezó a relajarse y a disfrutar del baile con aquel hombre, que le sonreía a menudo, enseñándole unos dientes manchadísimos el tabaco. Le gustaban sus ojos oscuros, de mirada suave, cálida, muy brillante.
      Con el rabillo del ojo derecho, Mary vio que Vic Victor se acercaba rápidamente a ella. Cuando estuvo a un par de metros, Vic sacó un revólver de uno de los bolsillos de la americana, apuntó a la pareja de baile de Mary y apretó el gatillo. Justo cuando lo hacía, antes de que a ella le diera tiempo a reaccionar, alguien le desvió hacia arriba la mano en la que empuñaba el arma y la bala fue a incrustarse en el techo sin dañar a nadie. Después, como era de esperar, reinó el caos, y a la que Mary quiso darse cuenta, la sacaron medio en volandas del club y a empujones la metieron en el asiento trasero de un coche. Diana y Eddie Rogers no tardaron en reunirse con ella en la parte de atrás, y en cuanto estuvieron todos, la puerta se cerró y el coche partió. Mary no sabía quién conducía ni adónde iban. Diana se echó a llorar y Eddie temblaba perceptiblemente. Mary miró hacia adelante y comprobó que al volante iba un hombre negro con uniforme verde de faena. Junto a él viajaba otro de los barbudos que compartían mesa con el que había sido su pareja de baile.
      El coche avanzó raudo en la noche y Mary se dio cuenta de que estaban llegando al aeródromo donde su avión había aterrizado. Y entonces vio el avión. El coche se acercó hasta él y se detuvo. El barbudo se apeó y abrió la portezuela de atrás. Eddie se bajó primero, seguido de su esposa y de Mary. El barbudo los condujo hasta el avión y les indicó mediante señas que subieran, cosa que hicieron. Mientras Mary se sentaba, se encendieron los motores. Vio que Hal iba en la cabina del piloto. La puerta se cerró con estrépito y el avión comenzó a rodar por la pista y despegó. Durante el vuelo nadie pronunció una sola palabra.
      Treinta minutos más tarde, el avión aterrizaba en Miami. Los esperaba un Chrysler negro, modelo sedán. Eddie, Diana y Mary se subieron; un hombre de tez oscura los llevó al hotel Spearfish. Allí tampoco hablaron.
      En el vestíbulo del hotel, Eddie le dijo a Mary:
      —Creo que sería mejor que no nos volviésemos a ver. —Después, él y Diana se alejaron rápidamente.
      Mary echó un vistazo al reloj que había encima del mostrador de la recepción. Eran las cuatro y media de la mañana.
      Subió en ascensor hasta su piso, se bajó y fue a su habitación. Walter roncaba suavemente. Mary sacó la maleta del armario, la abrió y empezó a guardar su ropa.

© Barry Gifford 2004
© de la traducción, Celia Filipetto 2004

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Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Barry GiffordBIO: Barry Gifford, nacido en Chicago en 1946, es uno de los escritores actuales más importantes de Estados Unidos y heredero directo de la generación beat. Traducido a más de veinte idiomas, su amplia obra narrativa se caracteriza por recuperar una visión profunda, plena de aspectos oscuros o violentos, de personajes marginales inmersos en un mundo de realidades y sueños ingobernables. Vinculado al cine como guionista y colaborador de directores como David Lynch, en la actualidad prepara la adaptación cinematográfica de la novela Wyoming y está a punto de estrenar su última colaboración cinematográfica con Matt Dillon, Under the Banyan Tree.
      Véanse en The Barcelona Review 32 los relatos Vendas y Skylark.

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noviembre - diciembre  n° 45

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