Puma
Mark Anthony Jarman
Traducción: Juan Gabriel López Guix
Me acerco con mi coche hasta el megacentro comercial,
y el centro comercial me mueve a un arrebato de furia menor. En el
aparcamiento me veo envuelto en una pelea con dos mujeres, un par
típico madre-hija. Luego en el bosque, un puma casi me arranca la
cabeza pero, pche, le he dicho que nones.
La
cosa era que iba a conseguir nuestro árbol de Navidad gratis, pero
como me sentía despreciable, mortal y pesimista y muy bien reuní todas
las malditas pastillas de la caravana, incluyendo las vitaminas masticables,
las aspirinas, los comprimidos de hierro y los frascos viejos de Tylenol
infantil. Qué demonios, intentaré hacer algo por una vez. Tenía en
los bolsillos un desayuno de perro de pastillas y me sentía como un
perro, me sentía más arrastrado que el vientre de una serpiente.
Las cosas se han torcido. No hay
trabajo en el bosque, tuvimos que vender el aserradero a unos extranjeros,
y los extranjeros han cerrado el negocio. No viven aquí. Además, hay
un nuevo acuerdo sobre coníferas, y Asia se ha ido al traste, así
que nosotros nos vamos detrás ellos, ellos estordudan y nosotros nos
sonamos la nariz. Una carta se desliza en mi buzón negro: hablan de
mercados, infrastructura, costes de capital, fusiones, nuevas realidades.
Los imagino puliendo la carta en una reunión con galletas danesas
y agua mineral. ¿Saben de verdad más de lo que sabemos nosotros?
Mi pequeña casita está en venta,
pero nadie la va a comprar porque todas las casitas de los alrededores
están en venta. Empeñé la motosierra Husqvarna y me mudé a la parte
de abajo de la isla. Todo el mundo despedido. Ahora somos globales.
No hay dinero para regalos. Tiempo
húmedo: dolor de codo, rodilla con problemas, espalda en mal estado,
me parece que renqueo, me desmorono, y el coche me está fastidiando
desde que le dieron un golpe por detrás, y la fisio me hace llevar
un trasto de collarín. Un bufet ligero de artritis y angustia en los
huesos, y el coche no está fino, el Reliant también renquea.
El caso es que no me encontraba
tumbado en una playa soleada, no me iba a Disneylandia a celebrar
nada, no me inclinaba ante un bosque de micrófonos.
Las tendencias suicidas son difíciles
de explicar. No te llega ningún detalle, son cositas que se van sumando,
cositas que se te comen. Nadie usa luces de señalización y cualquier
músico callejero está convencido de que sabe tocar la armónica. Esas
cosas me matan.
Caras lóbregas, sustancialmente
alteradas por el invierno, marcadas por la debilidad, marcadas por
la aflicción, ensombrecidas, dientes torcidos y pardos que eran rectos
y blancos el verano pasado, infancias enteras pervertidas, perdidas,
echadas a perder tras Asia y te levantas y descubres que el mundo
ha dejado de ser tu brillante laboratorio.
En relación con mi discusión del
aparcamiento del megacentro comercial: una mujer mayor y su hija,
arrogantes y desaseadas en un mierdamóvil japonés, me robaron la plaza
cuando me estaba metiendo en ella. Empecé a sentir que ya no reconozco
este viejo mundo y estoy harto de recibir siempre. Harto de sacar
dos unos cuando quiero que los dados me saquen un doble seis. Hubo
un tiempo en que este mundo fue dulce como el grave rumor de dieciséis
bolas de billar cayendo como una; ahora soy un tipo que se pelea por
una estúpida plaza de aparcamiento.
Esa misma noche pasé por delante
de un terreno donde vendían árboles de Navidad. Todas esas ristras
de luces y esos árboles exiliados inclinando sus copas puntiagudas
alrededor de una pequeña caravana siempre me levantaban el ánimo,
pero en vez de animarme en lo único en lo que se me ocurrió pensar
fue en el diminuto recorte de periódico que decía que el cantante
de los Wailers, el grupo de música de garaje de Tacoma, había muerto
en un incendio de su caravana en un terreno lleno de árboles de Navidad
como ése junto al cual pasaba. Los Wailers eran un grupo sensacional,
me gustaban hace mucho tiempo, de la época de los Sonics, tipos que
hacían power pop allá por 1963. Pasé junto al terreno, con
la lluvia martilleando el coche y mi cabeza como una lata vacía de
galletas inglesas. Los Wailers sacaron algunas canciones muy buenas
en Etiquete Records: «Out of Our Tree», «Hang Up», «You Arent
Using Your Head», «Bad Trip». A lo mejor también versionearon «Louie
Louie». Tengo que rebuscar en mis viejos vinilos.
Tengo que hacer algo cuando la
Navidad empieza a parecer un monstruoso impuesto, una visita anual
al dentista para que te mate un nervio, a parecer ajeno y demasiado
familiar. Largarme, decidí, al bosque oscuro, al monte, a un valle
a pensar sobre las cosas.
Extraño clima entre abetos en
el límite de un continente, viento sobre barcos muertos y puertos
perdidos, cesa y forma tormentas que encrespan el océano, viento que
da puñetazos a las copas de los árboles y luego cesa abruptamente.
Extrañas treguas, ramas verdes caídas en el suelo del bosque y el
retumbante mar haciendo vibrar las rocas a kilómetros de distancia.
No te gusta este tiempo, dicen,
espérate diez minutos y verás. Me han dicho esas mismas palabras en
todos los sitios en que he vivido o estado.
Crucé la falsa infinidad de helechos,
abetos, robles y búhos, avanzando y tarareando: «Si vienes al bosque
hoy, te espera una gran sorpresa». Subí unas peñas y bajé por un arroyo
pedregoso; luego un pequeño trotecillo cuesta abajo. A veces es más
fácil correr que intentar frenar.
Bajaba corriendo cuando ¡¡zas!!
Fue como si te golpeara en el omóplato una bicicleta lanzada a toda
velocidad.
«¡Socorro! ¡Socorro!», pensó en
mí una voz automática. «¡¡Aauga!! Enemigo a 45 grados Este». Un pequeño
monstruo con saliva y mal aliento lanzado con entusiasmo contra mi
cuello, y los dos rodamos en frenética tensión. Ruidos contra mí,
la boca de un felino y el aliento en su garganta, una ráfaga procedente
de alguna canalización superior, notas graves agitándose mientras
rodábamos sobre piedras, musgo y helechos, y pensé, contra toda lógica
claro, la cara aplastada contra las piedras y el musgo, me mataré
cuando tenga las malditas ganas de hacerlo y puede que debido a factores
globales más allá de mi control, pero justo en este momento una birria
de pantera de pacotilla con cara feroz y pésimos modales en la mesa
no me va a hacer trocitos así como así sin ni siquiera darme los buenos
días.
No me di cuenta entonces, pero
el felino me hirió, me desgarró el cuero cabelludo y la oreja, un
hombro, la espalda, aunque podía haber sido peor. Me soltó con el
collar ortopédico en los dientes. Puede que el collarín de la fisio
me protegiera. El pequeño puma sacudió el blanco collarín, luego se
volvió y me miró, comida de verdad, carne rosada con piel rosada.
La piel estaba erizada como si quisiera tener un aspecto punk, un
tipo o una tipa con aire moderno, las orejas se movían y rotaban como
un radar, una gran cara oriental, la boca retorcida, mentón blanco,
oscuro donde salían los bigotes, y algunos hermosos dientes chorreantes
de saliva, lo cual siempre contribuye a dar una imagen muy puesta.
A mí la saliva se me secó completamente.
Por fortuna, mi puma de Navidad
era una cosita flaca y esmirriada, que aún no había crecido del todo,
creo que hembra, no un macho grande y agresivo, y sin saber cómo cazar
de forma eficaz o de lo contrario sería hombre muerto y no estaría
contando esta historia, sería unos despojos cubiertos con el poco
de tierra y hojas que me habría echado encima.
Despojos. De pronto me di cuenta;
a pesar de mis bolsillos atestados de pastillas, de que no quería
convertirme en unos despojos humanos no identificados, huesos esparcidos
por el bosque, trozos semienterrados por los animales en un funeral
secreto, la cartera encontrada años más tarde con su contenido de
billetes de dos dólares como en la noticia que leí de un excursionista.
No iba a suicidarme. Mi negro
mundo osciló, se dio la vuelta. Me gustaría poder decir que por arte
de magia me sentí feliz, pero no me sentí feliz. Me sentí más bien
obstinado.
Despojos: mi vecina, una mujer
de la universidad, me contrata para hacer trabajos raros. La he ayudado
a enterrar cerdos. Los viste con camisas de franela, vaqueros, gafas
de sol. Una vez enterramos un cerdo con un hermoso vestido de gala
y guantes blancos.
Le cavo los agujeros, y ella me
paga. Mi vecina estudia los cerdos vestidos cuando se pudren en esas
fosas superficiales, mira qué insectos y escarabajos están presentes
al cabo de un día, tres días, dos semanas, un año. La policía la consulta
cuando necesitan saber cuánto tiempo ha estado un cuerpo en el bosque.
La mujer parece disfrutar con
su trabajo. A mí no me gusta estar ahí cuando desenterramos a lo que
he llegado a considerar como Arnold, en honor de la vieja y estupenda
serie de televisión Granjero último modelo. No quería convertirme
en Arnold, a pesar de que me había internado en el bosque con la intención
de convertirme en Arnold.
El puma de color habano hizo una
finta, estiró la cabeza y avanzó de nuevo hacia mí con paso rápido,
flaco pero impresionante, músculos y partes móviles me saltaron encima
como si fuera una galleta de gengibre gorda que iba a partir en dos.
Lo que mi padre llamaba una pantera. En las cunetas de las autopistas
el gobierno usa ahora la costosa orina de pantera para asustar a los
ciervos y alejarlos de la carretera, alejarlos de los votantes.
Raro ver un puma en el monte,
por mucho que vayas, y yo he estado muchas veces. Son buenos escondiéndose
y se muestran más activos después de anochecer. Lo ocurrido es raro.
Ése había salido de su escondite dispuesto a comprobar si yo era su
talla, y yo supe que quería salir de ésa y contarle a alguien lo que
me había ocurrido con esa impresionante criatura que blandía músculos
y cuchillas, si es que conseguía salir de ésa, salir del bosque antes
de que anocheciera, porque en diciembre anochece muy pronto.
El joven puma me miró, las orejas
echadas para atrás, la mandíbula inferior abierta en un gruñido, se
abalanzó sobre mis hombros. Me sentía desnudo, incluso con mi pequeña
sierra, los guantes de ferretería, la gruesa chaqueta y las botas.
Me agaché y me volví, pero a pesar de ello fui derribado por la fuerza
del felino. Creo que el viejo y pesado chaquetón de mi abuelo me ayudó
a desviar sus oscuras garras. ¿Cómo hace una criatura tan flaca para
generar una fuerza tan sorprendente? Es como que se te eche encima
un jugador de hóckey.
Presa del pánico levanté mis viejas
botas y le di unas patadas al animal, pero antes consiguió arañarme
en las espinillas. Tuve un primer plano borroso de caninos curvos,
encías negras y mentón blanco: su ruido y su peso cilíndrico lanzándose
contra mí y dándose la vuelta, y yo me volví loco, gritando como un
pescadero todo el tiempo, usando las botas, dándole varias buenas
patadas en la pálida y musculosa barriga y el blando hocico, su bajo
centro de gravedad y su pellejo flojo, la nariz sangrando, la cabeza
gacha. Intentó abrazarme con una zarpa como un borracho, los dos rodando
y luchando, y entonces en la confusión ese bicho quejumbroso se me
cagó encima; lo digo en serio, se soltó como un arma semiautomática
y semilíquida.
Salté unos tres metros intentando
alejarme de eso, encontré a mano una rama de abeto, se la arrojé y
le di en la cara con la madera y no le gustó. Le hice un corte en
su nariz ancha y lisa, y ella hizo una pausa para observar a esa presa
capaz de lanzar cosas y que acababa de recibir una rociada excrementicia
felina.
Qué mundo: te metes en el bosque
sintiéndote sensible y presa de una melancolía hamletiana, sintiéndote
digno de admiración, aunque seas un suicida antisocial que haría saltar
por los aires el centro comercial, y la Madre Naturaleza ¿te sonríe
y ofrece moras y nata? No, la Madre Naturaleza te dice aquí lo que
piensa de tus delicadas ensoñaciones.
A lo mejor en el centro comercial
me tenía que haber cagado en ellas, como hizo el puma.
En un aparcamiento no se puede
hacer marcha atrás, dijo con desdén la hija.
Eso, no se puede hacer marcha
atrás, repitieron con los brazos cruzados: quitaban un sitio y luego
sentían que estaban del lado de la razón. Había echado para adelante
para dejar salir el coche aparcado y luego me puse a retroceder. Se
metieron haciendo un quiebro, me quitaron el sitio y luego me reprocharon
ir marcha atrás. Farfullé mi rabia y deseé con toda el alma cogerles
la cabeza y golpearlas como si fueran cocos, pero no lo hice porque
a mí me educaron como es debido, no como a otros que podría mencionar.
En el monte tuve que regresar
andando de espaldas dos o tres kilómetros y pensé en algunas cosas
mientras tenía mucho cuidado en mirar dónde pisaba entre las gaulterias
y los cables trampa de las zarzas, una caminata cuesta arriba y luego
de bajada y apestando a mierda de puma. Una sensación alterada del
tiempo. Anduve de espaldas, intentando parecer más grande y diciéndole
de todo al pequeño puma, aunque es difícil hacerse el gallito cuando
no paras de retroceder.
El hambriento animal me siguió
paso tras paso, colocando con calma la pata trasera en el lugar en
que había colocado la pata delantera, acechándome sobre hojas caducas
y árboles que intentaban vivir entre rocas y un paisaje arrugado,
emitiendo ruidos de pantera. No salta, sino que me acecha paso tras
paso, siguiéndome como una máquina, con ojos llenos de temerosa concentración,
tanto ella como yo sin dejar de pensar, y yo blandí la pequeña sierra
y blandí un palo inútil como un pirata de serie B, una rama de roble
podrido que estaba a punto de hacerse pedazos, pero eso el felino
no lo sabía. Andando de espaldas, blandí el palo y retrocedí en el
tiempo.
Décadas atrás, mi padre me había
hablado de un gran macho que pesaba tanto como él, un animal grande
capaz de correr tras cualquier cabeza de ganado y derribar con toda
tranquilidad una cabra, una ternera o una oveja; un golpe y caía muerta.
Un macho grande puede saltar seis o diez metros desde una rama y partirte
el cuello.
Sabía de una mujer que había muerto
en el interior defendiendo a sus hijos de un puma, y unos pocos años
atrás un felino mató a un niño en la costa. Hace tiempo iba desde
California hasta la Columbia Británica y en el norte de California
una mujer, una famosa corredora olímpica que se entrenaba en el bosque,
fue atacada por un felino que le saltó desde atrás y la mató, me enteré
de la historia mientras atravesaba esos bosques de secuoyas y me quedé
atónito, pero no imaginé que acabaría teniendo la misma visita.
Sabía que ese puma podía matarme
y eso me impresionaba, aclaraba las cosas, y supe que la escena del
centro comercial con las dos arpías no era importante, por más que
me entraran ganas de doblarles los limpiaparabrisas y convertírselos
en pretzels. Te aclara maravillosamente las ideas eso de andar
de espaldas por el monte preguntándote si vas a morir a causa de cuatro
dientes de sable o cinco garras unidas a unas patas del tamaño de
unas tortas campesinas.
Anduve de espaldas, recordé mi
pasado y pensé en los antiguos trabajos que había tenido: camionero,
cavador de pozos, recolector de almejas con una linterna, guardabosques,
silbador, primo por un dólar, pavo por un pavo, ayudante de camarero
en Duncan, leñador y maestro de la motosierra, atador de troncos,
buscavidas, ahumador, transportista, vigilante nocturno, medidor,
operario de cinta transportadora, obrero en un fábrica de cajas, conductor
del tren lechero y conductor de una carretilla elevadora anaranjada
con una gran batería en la parte de atrás. Antes el humo significaba
dinero, pero ahora todos los trabajos se han convertido en humo, trabajos
de amor perdidos. Anduve de espaldas y pensé en los entierros de cerdos
en el bosque. Es legal, pero de todos modos sigue habiendo algo ilícito
en el hecho de enterrar un cuerpo el bosque.
Pensé en el cantante de los Wailers
carbonizado en la caravana en llamas y en la estufa que lo mató. ¿Ardieron
también sus árboles de Navidad?
Tengo demasiados amigos muertos
por cosas triviales. Ramas que golpean cabezas y crean viudas, una
sierra en una arteria, tocar el cable equivocado o escalar el porche
con una botella de vino en la mano, o sencillamente algunos de esos
productos grasientos que comes con demasiada frecuencia.
Convirtieron su camión lleno de
troncos en un acordeón, o retrocedieron en la nieve con el 4x4 junto
a un precipico; pensando que sólo estaban dando la vuelta, dos tipos
y dos mujeres. El coche se va para atrás con ellos dentro, el capó
apuntando al cielo, cuando el conductor sólo intentaba dar la vuelta,
para volver a casa. Imginad su sorpresa, con la terrible luz del salpicadero
iluminándoles la cara.
Anduve de espaldas maldiciendo
el puma y recordando todos los autobuses abollados y los camiones
enlodados, los camiones de la compañía con tu fiambrera negra y el
café azucarado y largos recorridos enlodados entre árboles, conduciendo
por pistas madereras hasta el sarao y luego volver, horas y horas,
minúsculas tabernas mucho más tarde con la última luz, árboles en
el aparcamiento, el agua una curva plateada en los ventanales, el
viento soplando contra el cristal, y beber hace sentirse bien y lógico.
Está oscuro y debería encontrarme ya camino de casa, es cierto, pero
todavía no. Hay huevos escabechados y unos fabulosos emparedados de
dos pisos y otra ronda, conchas de ostras apiladas fuera, cajas y
barriles de cerveza apilados dentro, suficiente cerveza para que flote
un tronco, para que flote una barcaza, empezar una pelea en el aparcamiento,
el personal, los amigos, los enemigos, las fabulosas novias y antiguas
novias que nunca imaginaron que fueras así, qué sabe en realidad uno
de los demás, y tus amigos mueren demasiado jóvenes, tocan bien la
armónica y avanzan inocentemente en la nieve sólo un palmo más junto
a un precipicio; las bromas y caras jocosas dejadas plantadas, las
sonrientes horas que creías disponibles, las sonrientes horas que
creías sin fin.
Una joven del 4x4 se arrastró
desde el pie del enorme precipicio; se arrastró durante kilómetros
buscándome para que la ayudara y poca era la que yo tenía; la vi arrastrándose
como una tortuga a la luz de los faros y me detuve, pensando: ¿qué
malditas diabluras habrán hecho esos chiquillos ahora?, y luego descubrimos
lo que había ocurrido y toda la ciudad quedó conmocionada.
Iba conduciendo mi Cougar del
68; era un coche muy bueno, pero tuve que venderlo hace un tiempo
a un chico del que sabía que lo estrellaría en Kangaroo Road, que
destrozaría mi Cougar del 68. Lo vi alejarse y tuve la visión de su
cabeza estrellándose contra el limpiaparabrisas y mi estupendo coche
verde chocado contra un árbol junto al embalse.
Cómo echas de menos ese trabajo
que maldecías y los tipos que te sacaban de quicio; echas de menos
el coche que se estropeó, la vida que nunca fue dulce, pero que ahora
vista retrospectivamente lo parece.
La cara del puma es una máscara.
De cachorros los ojos son azules pero más tarde se vuelven amarillos.
Sus ojos oscuros con casi bizcos; ojos extraños, hipnóticos, círculos
en un triángulo, ojos redondos y rasgados y triangulares al mismo
tiempo, una misteriosa geometría, ojos oscuros feroces y relajados,
como un buen luchador, la ancha nariz de un boxeador, el pelo de punta
como un diminuto tapete erizado.
Me miraba y se aplastó la nariz,
la boca echada para atrás, cuatro hermosos dientes curvos, dos arriba,
dos abajo, una pinza perfecta. Mostrando los dientes, ese puma me
hizo volver desde la porquería, las piedras, el monte y el valle hasta
la adrenalina y la sensibilidad; ese puma me hizo volver hasta la
sensación, la sangre, el buen pan, la cerveza IPA, elegir, la fuerza
del hogar, respirar. Puse en marcha mi cerebro en el bosque.
Desde la resina, el pino y la
trementina, el puma me regresar de espaldas hasta la vida. El animal
dejó de seguirme cuando vio el oxidado coche
y se esfumó en dos segundos, me desvaneció como un fantasma,
sin pesar en el rostro. Quizá un pequeño gesto de vergüenza, no le
gustó el monótono coche.
Las ropas desgarradas, y los arañazos
que empezaban a doler más, al rato de la herida, como en el hóckey
cuando no te das cuenta de algunos moratones hasta más tarde. Bañado
en sangre, maloliente y temblando, una vez a salvo, me quedé sin hacer
nada, sentado en el coche y pensé en mi amiga, mi chica, en lo cerca
que había estado.
El estúpido coche se pone en marcha.
Conduje el Reliant hasta la ciudad, pasé ante un terreno con árboles
de Navidad, y pensé de nuevo en el tipo chamuscado de los Wailers,
pero todo estaba bien: me tomaré un grog o un ponche de huevo en memoria
de él y su vieja banda de guitarras distorsionadas. Creo que lo apreciará
más que lo de deprimirse y ponerse a pensar en la muerte, los gases
y el fuego.
Las estrellas y las constelaciones
flotan como camisas en el cielo de diciembre. Los anillos de Saturno
y las lunas de Júpiter se mueven por encima de su reluciente caravana
blanca. El porche y la puerta tienen una luz amarilla; unas diminutas
luces azules y rojas brillan en dos arbustos. Avancé cojeando entre
los sedosos colores, la vi leyendo en el sofá.
Su cocina era cálida y acogedora;
un buen olor de sopa salía de la cocina, toda la carvana crujía cuando
andabas. Cruje como un barco, cruje como yo. La sopa reposa bajo una
llama, y las llamas acabaron con el cantante de los Wailers, pero
la sopa me calentará el estómago, me restaurará. Sopa es igual a vida
en este momento. El pobre puma pasa hambre; no me ha comido. Espero
que tenga una buena Navidad, que encuentre conejos gordotes, un pequeño
venado o un chihuahua envueltos en un pulover como un burrito.
¿Has traído un árbol?
Eh. La verdad es que no. Se me
ha olvidado el árbol.
¿Cómo se te puede olvidar? ¿Has
estado bebiendo otra vez? ¿Qué te has hecho en los pantalones? Pareces...
¿es sangre esto? ¿Te has metido en una pelea o te has topado con una
mujer salvaje?
Bueno, sí. Justo eso. Las dos
cosas. Una gata de mil demonios.
Pensé en la cara del puma. El
animal pensó que ya me tenía muerto, pero había también una especie
de resignación tristona y un resentimiento velado en su rostro. Un
país perdedor. Los dos hemos perdido una conexión, perdido un mundo.
Intenté explicar eso en la cocina.
Ella sabía que pasaba algo. Sabía
que le estaba contando algo y se quedó callada, porque es lista y
espera que termine de irme por las ramas y vaya al grano.
No tengo trabajo de verdad, nada
entre manos, ni crédito alguno y no hay aserraderos donde necesiten
gente y bajo nuestra ventana no pasan salmones reales. En Bedford
Falls nadie me trae canastos llenos de dinero y el único trabajo que
he podido conseguir es enterrando cerdos para una mujer de la universidad
pero ahora estoy de vuelta al mundo y me voy a tomar una buena sopa
de pescado humeante y después una buena cerveza y a lo mejor hago
un crucigrama directamente con bolígrafo, porque soy prudente y temerario.
Y a lo mejor algunas alitas de pollo superpicantes alitas suicidas
las llamábamos y a lo mejor almejas en un cubo metálico y puede
que otra cerveza y a lo mejor un baño con un poco de sal para mis
múltiples cortes del puma, y esa cama grande y blanda que tiene con
su crujiente y afiligranada cabecera repiqueteando en morse contra
la pared.
Había salido del bosque. No me
había convertido en unos despojos, no estaba comiendo comida de hospital.
Me sentía como si hubiera sacado un doble seis.
Que tengáis una muy feliz Navidad,
dijo una radio de baquelita roja sobre el hule. Decidí que me gustaba
esa radio.
Tienes razón, feliz Navidad para
ti también, respondí. ¿Está lista esa sopa? Huele muy bien.
Por favor, ¿no?, dijo ella, con
cautela.
Dije la palabra mágica y fui recompensado,
y pensé: Si llego a vender la casa de la isla, buscaré un Cougar del
67 o del 68, un coche con estilo, pintado de verde claro, brillante,
le pondré unos buenos neumáticos, con agarre, control.
Me veo colocado detrás de un parabrisas
oscuro, con mi cerebro dirigiendo el coche, y todos los cables rojos
y verdes de mi mundo funcionando. Reflejado en mi reluciente cromo
los brillantes planetas y los oscuros bosques nos pasan a toda velocidad
como la más fugaz de las estaciones.
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