índice | índex | navegación

marzo - abril 2001  num 23

El último viaje

Mariano Serrano Pascual

      

El médico le había preguntado varias veces dónde podía apoyarse para redactar el acta. Walter no le escuchaba. Desde la puerta del dormitorio miraba el cadáver de su madre, sobre la cama, y le parecía que en el par de horas que llevaba muerta había encogido, que se había quedado como un pajarillo. Era como si la enfermedad que la había tenido postrada los últimos meses hubiera esperado educadamente a consumirla hasta que no le quedara ni un soplo de vida.
      La pregunta del médico era sólo retórica, un signo de deferencia hacia el dolor del hijo, porque para llegar al cuarto de la difunta había tenido que pasar por el salón, en el que había una mesa. El doctor se encogió de hombros, se fue a la sala y empezó a redactar el certificado. En causa de la muerte puso “parada cardiorrespiratoria”, lo que, desde luego, no era dar muchas explicaciones, pero nada más llegar a la casa Walter le había dicho que su madre le hizo prometer que donaría todos sus órganos sanos para trasplantarlos a otros enfermos que los necesitaran. Así que el médico prefirió no meterse en complicaciones que no le correspondían y pensó que era mejor dejar a los patólogos de la unidad de trasplantes la responsabilidad de decidir qué enfermedades tenía la pobre mujer y qué órganos eran todavía aprovechables.
       La del trasplante había sido la última manía de la madre de Walter, la última de las muchas que durante toda su vida juntos habían esclavizado a su hijo. En los últimos meses, apenas ella se levantaba de la cama, cada vez que entraba en su dormitorio, le obligaba a recordar su promesa. A Walter, que ya tenía cerca de cincuenta años, su madre le seguía tratando como a un niño. Como a un niño, además, un poco tonto: “A ver, ¿qué tienes que hacer cuando me muera?” Walter contestaba con el mismo tono con el que se recita una lección: “Llamar al médico y luego a los de trasplantes”. “Bien, hijo”, se congratulaba ella, “nunca has sido muy despierto ni has hecho en tu vida nada a derechas, cariño, así que procura no olvidarlo.”
      Pero Walter no sabía muy bien qué significaba aquello de llamar a los de trasplantes, ella nunca se lo había aclarado ni, por supuesto, le había dado ningún número de teléfono ni ninguna dirección. Tampoco se le había ocurrido jamás, al menos que él supiera, inscribirse en ninguna organización de trasplantes de órganos. En realidad, las manías de su madre nunca incluían los medios o las instrucciones para conseguir su materialización práctica. Sus deseos, repetidos hasta la saciedad, siempre habían sido algo así como voces lanzadas al viento. Y Walter era el viento, desde luego, un viento que, según su propia madre, nunca era capaz de soplar mucho tiempo en una misma dirección.
       Después de comprobar que la difunta se parecía mucho a un pajarillo seco caído de un árbol, volvió a recordar su última voluntad. Salió del cuarto y se dirigió al médico: “Mi madre quería donar su cuerpo”. El doctor se encogió otra vez de hombros; parecía su gesto favorito. “Ya, ya”, dijo, “pero eso tienen que ser los de trasplantes, en el hospital, yo no puedo hacer nada.” Luego garrapateó su firma sobre el certificado y se despidió con una protocolaria inclinación de cabeza: “Bueno, le acompaño en el sentimiento, hasta otra”. Walter ni siquiera le acompañó a la puerta, se quedó en medio de la sala, con la boca entreabierta y los ojos entornados mirando fijamente hacia un punto indefinido de la pared. Entonces se acordó de que el médico había dicho algo del hospital y buscó en la guía de teléfonos. Venían muchos hospitales y eligió uno al azar. Marcó el número y, después de pasarle con varios departamentos y hacerle repetir la última voluntad de su madre un buen número de veces, le informaron de que el hospital al que había llamado quedaba muy lejos de la zona en la que vivía y que era mejor que llamara a otro. Walter deslizó lentamente su dedo rechoncho por la página de hospitales de la guía. Se distrajo varias veces mirándose la uña mordida, algo que molestaba de forma especial a su madre, pero al fin logró encontrar el número del hospital cuyo nombre le habían dado en el anterior. Allí volvieron a pasarle de un departamento a otro. A todas las personas que le atendían tenía que repetirles nombre, dirección y el deseo de su madre. También tenía que asegurar que no se trataba de ninguna broma, y alguna vez le llegaron a colgar el teléfono. Pero Walter insistía. El último servicio del hospital con el que consiguió hablar fue con urgencias. Cuando explicó que su madre quería donar sus órganos y si podían venir a recogerla, le preguntaron si ya estaba muerta. Él dijo que el médico había dicho que sí. “¿Del todo?”, insistieron. “Creo que sí”, contestó Walter, sin llegar a comprender muy bien a qué se referían con esa pregunta. En tal caso, le informaron, no podían ir a buscarla, puesto que en el servicio de urgencias sólo empleaban las ambulancias para recoger a los vivos; al menos se exigía que las personas que fueran a buscar estuvieran medio muertas, pero no muertas del todo.
       Walter colgó el teléfono y volvió a mirar ese indefinido punto de la pared que le atraía tanto. Luego se levantó y regresó al cuarto de su madre. Tal vez, pensó Walter, verla de nuevo, aunque ya no pareciera sino un pajarillo, podría inspirarle alguna solución. Al fin y al cabo, hasta ahora las soluciones a todos los problemas de la casa habían dependido de ella. Pero en el cuarto creyó sentir un ligero olor desagradable y recordó que había oído en alguna parte que los órganos para trasplantes sólo valían si se sacaban poco tiempo después del fallecimiento, antes de que el cuerpo del difunto empezara a descomponerse. Decidió que su madre tenía que ir al hospital cuanto antes, fuera como fuese; si nadie quería venir a recogerla, él mismo la llevaría. Pensó que, por una vez, habría estado orgullosa de su determinación y puso manos a la obra sin perder un minuto. Comprobó la dirección del último hospital con el que había hablado, se echó el cuerpo sobre los hombros, le colocó por encima su abrigo y su pañuelo favoritos y bajó a la calle. Por suerte no se encontró con nadie en el portal, pero pensó que llevar el cuerpo de su madre como si fuera un saco de carbón hubiera llamado la atención de la gente. No es que le importara mucho, sólo que hubiera tenido que dar explicaciones y él no podía perder un momento si quería que aquella última voluntad se cumpliera. Así que, antes de salir a la calle, puso el cuerpo de pie en el suelo, a su lado, se pasó uno de los brazos de la madre por encima del hombro, sujetándole la mano con la suya, y con la otra mano agarró con firmeza a la difunta por la cintura. De esta forma parecería que caminaban a la par.
       Antes de dar un solo paso a Walter se le planteó una nueva dificultad. Hasta ese momento no había pensado en el medio de transporte. Podía coger un taxi, pero su madre se lo tenía terminantemente prohibido. A él no se le ocurrió plantearse la validez de las prohibiciones de su madre en un momento como ése, así que sólo recordó que, según decía ella, los taxis eran para los ricos o ante urgencias muy graves. Ellos no eran ricos, de eso no cabía ninguna duda; en cuanto al grado de la urgencia, Walter no sabía decidir en ese momento. Miró a su madre, a la que con el movimiento se le habían vuelto a abrir los ojos, a pesar de que el médico se los había cerrado hacía ya más de una hora. Se miraron, pero él no pudo adivinar esta vez cuáles eran sus órdenes. De los ojos de ella tan sólo parecía venir un reproche, como cuando en vida le recordaba lo tonto que era. Walter apartó la mirada y los bocinazos de los coches le llevaron a fijarse en el tráfico. Después de todo, pensó, tal vez no sería una buena idea coger un taxi. La calle era una riada de vehículos atascados. Mejor el metro, se dijo Walter. Se volvió a su madre, buscando su aprobación, y sonrió al parecerle que a ella, a pesar de no haber cambiado la expresión, su decisión no le disgustaba.
       Walter, arrastrando el cadáver, se dirigió a la boca del metro, que no estaba demasiado lejos. Al andar,procuraba que sus pasos se coordinaran con los que en apariencia daba la difunta. No lo hacía por la gente con la que se cruzaban, que, por otra parte, apenas les prestaba atención, sino por un deseo de dar un aire de dignidad al último paseo de su madre. Bajar las escaleras del suburbano fue un poco más complicado, pero mucho más difícil fue para Walter resolver el dilema moral que se le planteó en la taquilla: no sabía si debía sacar uno o dos billetes. En los carteles del metro sólo se advertía acerca de los niños menores de cinco años. Walter pensó que, dada la situación, estaría justificado que ella no pagara, pero junto a los torniquetes de entrada se apostaba un vigilante de seguridad con cara de pocos amigos. Así que Walter, para evitar posibles problemas, sacó dos billetes.
       El tren tardó poco, y aunque no venía muy lleno, no había asientos libres. Walter y su madre se apoyaron en una esquina del vagón. A estas alturas, el cadáver, a pesar de su aspecto de pajarillo seco, comenzaba a ser una dura carga. A Walter se le empezaba a dormir el brazo con el que sujetaba su cintura. Su cuerpo tenía una tendencia constante a escurrirse, dejando deslizar la espalda yerta por el panel del vagón, de forma que Walter tenía que enderezarla cada dos por tres. Se sintió algo ofendido al comprobar que ya no existían ni la educación ni la cortesía en las que su madre le había formado desde que era pequeño. Comprobó con indignación y un poco de vergüenza ajena que nadie hacía intención de levantarse para ceder el asiento a la mujer; de hecho nadie les miraba, era como si el resto de los pasajeros no quisiera verles. Unos se enfrascaban en la lectura del periódico, otros iban con los ojos cerrados oyendo música por auriculares. Si alguien cruzaba su mirada con la de Walter, enseguida la apartaba, disimulando. Pero si a él esto le indignaba, la que parecía enfadada de verdad era su madre. El rigor de la muerte había provocado ahora que sus ojos se quedaran muy abiertos, en un gesto entre espantado y de reproche feroz. A Walter le dolió aquel gesto, que, por otro lado, era el que con mayor frecuencia había visto en su madre durante el medio siglo que habían vivido juntos. Conmovido, a punto de echarse a llorar, con su mano acarició suavemente la de ella, y luego hizo lo mismo con el rostro, apartando con delicadeza los finos cabellos grises que se le habían pegado a las sienes. Después, le cubrió la cara con el pañuelo.
       Cuando, después de más de cuarenta minutos en el metro, llegaron al hospital, el rostro de Walter estaba sonriente. Entró en la sala de espera como el soldado que, después de la batalla, no sólo ha logrado salvar la vida sino también triunfar. Dejó el cadáver en una silla y explicó lo que quería a varios médicos y enfermeras, que, asombrados, se arremolinaron en torno al cuerpo ya rígido. Alguien, después del inicial desconcierto, felicitó a Walter por la proeza que había realizado y él, orgulloso, repitió que había sido su última voluntad. Cuando le quitaron el pañuelo de la cara, las miradas de Walter y de la difunta se cruzaron, y a él le sorprendió que en los ojos de su madre alentara por primera vez en mucho tiempo un destello de amor y de ternura.

© 2001 Mariano Serrano Pascual

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

biografía

Mariano Serrano Pascual
Madrid, (1958).Licenciado en filosofía y letras y en derecho, ejerce la abogacía y es redactor de una revista jurídica y de ciencias sociales. Ha publicado varios libros de derecho y numerosos artículos en prensa y en revistas especializadas. El relato aquí va publicado se inspira en una noticia aparecida recientemente en la prensa.

navegación: barcelona review número 23  marzo-abril 2001 
-Narrativa

Ring Lardner: Hay ciertas sonrisas
Teresa Ruiz: El paralelismo de las líneas
Eduardo Aladro Vico: Hip Hop
Mariano Serrano Pascual: El último viaje
Alasdair Gray: Bolsillos grandes con...
Mark Anthony Jarman: Puma

-Poesía

Audio Barcelona, 4 poetas
-Edgardo Dobry
-Ferran Gallego
-Javier Pérez Escohotado
-Carlos Vitale

Muy cerca de Antoni Clapés

-Artículos

Quimera ha cumplido 20 años:
Entrevista a Miguel Riera,por Ana Nuño

abril, una revista de papel,por J.M. G. Holguera

Autodafé, la revista del PIE

Escribir es dejar de ser escritor por E. Vila-Matas

Cómo nace un libro...por Montserrat Tolosa

-Especial

-Reseñas

Marisa Madieri, Daniel Pennac, Ricardo Cano Gaviria:

-Quiz George Orwell: Soluciones
-Secciones
  fijas
Breves críticas (en inglés)
Ediciones anteriores
Entrega de textos
Audio
Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalan | francés | audio | e-m@il