El
último viaje
Mariano Serrano Pascual
El médico le había preguntado varias veces dónde
podía apoyarse para redactar el acta. Walter no le escuchaba. Desde
la puerta del dormitorio miraba el cadáver de su madre, sobre la cama,
y le parecía que en el par de horas que llevaba muerta había encogido,
que se había quedado como un pajarillo. Era como si la enfermedad
que la había tenido postrada los últimos meses hubiera esperado educadamente
a consumirla hasta que no le quedara ni un soplo de vida.
La pregunta del médico era sólo
retórica, un signo de deferencia hacia el dolor del hijo, porque para
llegar al cuarto de la difunta había tenido que pasar por el salón,
en el que había una mesa. El doctor se encogió de hombros, se fue
a la sala y empezó a redactar el certificado. En causa de la muerte
puso parada cardiorrespiratoria, lo que, desde luego, no era dar
muchas explicaciones, pero nada más llegar a la casa Walter le había
dicho que su madre le hizo prometer que donaría todos sus órganos
sanos para trasplantarlos a otros enfermos que los necesitaran. Así
que el médico prefirió no meterse en complicaciones que no le correspondían
y pensó que era mejor dejar a los patólogos de la unidad de trasplantes
la responsabilidad de decidir qué enfermedades tenía la pobre mujer
y qué órganos eran todavía aprovechables.
La del trasplante había sido
la última manía de la madre de Walter, la última de las muchas que
durante toda su vida juntos habían esclavizado a su hijo. En los últimos
meses, apenas ella se levantaba de la cama, cada vez que entraba en
su dormitorio, le obligaba a recordar su promesa. A Walter, que ya
tenía cerca de cincuenta años, su madre le seguía tratando como a
un niño. Como a un niño, además, un poco tonto: A ver, ¿qué tienes
que hacer cuando me muera? Walter contestaba con el mismo tono con
el que se recita una lección: Llamar al médico y luego a los de trasplantes.
Bien, hijo, se congratulaba ella, nunca has sido muy despierto
ni has hecho en tu vida nada a derechas, cariño, así que procura no
olvidarlo.
Pero Walter no sabía muy bien
qué significaba aquello de llamar a los de trasplantes, ella nunca
se lo había aclarado ni, por supuesto, le había dado ningún número
de teléfono ni ninguna dirección. Tampoco se le había ocurrido jamás,
al menos que él supiera, inscribirse en ninguna organización de trasplantes
de órganos. En realidad, las manías de su madre nunca incluían los
medios o las instrucciones para conseguir su materialización práctica.
Sus deseos, repetidos hasta la saciedad, siempre habían sido algo
así como voces lanzadas al viento. Y Walter era el viento, desde luego,
un viento que, según su propia madre, nunca era capaz de soplar mucho
tiempo en una misma dirección.
Después de comprobar que la difunta
se parecía mucho a un pajarillo seco caído de un árbol, volvió a recordar
su última voluntad. Salió del cuarto y se dirigió al médico: Mi madre
quería donar su cuerpo. El doctor se encogió otra vez de hombros;
parecía su gesto favorito. Ya, ya, dijo, pero eso tienen que ser
los de trasplantes, en el hospital, yo no puedo hacer nada. Luego
garrapateó su firma sobre el certificado y se despidió con una protocolaria
inclinación de cabeza: Bueno, le acompaño en el sentimiento, hasta
otra. Walter ni siquiera le acompañó a la puerta, se quedó en medio
de la sala, con la boca entreabierta y los ojos entornados mirando
fijamente hacia un punto indefinido de la pared. Entonces se acordó
de que el médico había dicho algo del hospital y buscó en la guía
de teléfonos. Venían muchos hospitales y eligió uno al azar. Marcó
el número y, después de pasarle con varios departamentos y hacerle
repetir la última voluntad de su madre un buen número de veces, le
informaron de que el hospital al que había llamado quedaba muy lejos
de la zona en la que vivía y que era mejor que llamara a otro. Walter
deslizó lentamente su dedo rechoncho por la página de hospitales de
la guía. Se distrajo varias veces mirándose la uña mordida, algo que
molestaba de forma especial a su madre, pero al fin logró encontrar
el número del hospital cuyo nombre le habían dado en el anterior.
Allí volvieron a pasarle de un departamento a otro. A todas las personas
que le atendían tenía que repetirles nombre, dirección y el deseo
de su madre. También tenía que asegurar que no se trataba de ninguna
broma, y alguna vez le llegaron a colgar el teléfono. Pero Walter
insistía. El último servicio del hospital con el que consiguió hablar
fue con urgencias. Cuando explicó que su madre quería donar sus órganos
y si podían venir a recogerla, le preguntaron si ya estaba muerta.
Él dijo que el médico había dicho que sí. ¿Del todo?, insistieron.
Creo que sí, contestó Walter, sin llegar a comprender muy bien a
qué se referían con esa pregunta. En tal caso, le informaron, no podían
ir a buscarla, puesto que en el servicio de urgencias sólo empleaban
las ambulancias para recoger a los vivos; al menos se exigía que las
personas que fueran a buscar estuvieran medio muertas, pero no muertas
del todo.
Walter colgó el teléfono y volvió
a mirar ese indefinido punto de la pared que le atraía tanto. Luego
se levantó y regresó al cuarto de su madre. Tal vez, pensó Walter,
verla de nuevo, aunque ya no pareciera sino un pajarillo, podría inspirarle
alguna solución. Al fin y al cabo, hasta ahora las soluciones a todos
los problemas de la casa habían dependido de ella. Pero en el cuarto
creyó sentir un ligero olor desagradable y recordó que había oído
en alguna parte que los órganos para trasplantes sólo valían si se
sacaban poco tiempo después del fallecimiento, antes de que el cuerpo
del difunto empezara a descomponerse. Decidió que su madre tenía que
ir al hospital cuanto antes, fuera como fuese; si nadie quería venir
a recogerla, él mismo la llevaría. Pensó que, por una vez, habría
estado orgullosa de su determinación y puso manos a la obra sin perder
un minuto. Comprobó la dirección del último hospital con el que había
hablado, se echó el cuerpo sobre los hombros, le colocó por encima
su abrigo y su pañuelo favoritos y bajó a la calle. Por suerte no
se encontró con nadie en el portal, pero pensó que llevar el cuerpo
de su madre como si fuera un saco de carbón hubiera llamado la atención
de la gente. No es que le importara mucho, sólo que hubiera tenido
que dar explicaciones y él no podía perder un momento si quería que
aquella última voluntad se cumpliera. Así que, antes de salir a la
calle, puso el cuerpo de pie en el suelo, a su lado, se pasó uno de
los brazos de la madre por encima del hombro, sujetándole la mano
con la suya, y con la otra mano agarró con firmeza a la difunta por
la cintura. De esta forma parecería que caminaban a la par.
Antes de dar un solo paso a Walter
se le planteó una nueva dificultad. Hasta ese momento no había pensado
en el medio de transporte. Podía coger un taxi, pero su madre se lo
tenía terminantemente prohibido. A él no se le ocurrió plantearse
la validez de las prohibiciones de su madre en un momento como ése,
así que sólo recordó que, según decía ella, los taxis eran para los
ricos o ante urgencias muy graves. Ellos no eran ricos, de eso no
cabía ninguna duda; en cuanto al grado de la urgencia, Walter no sabía
decidir en ese momento. Miró a su madre, a la que con el movimiento
se le habían vuelto a abrir los ojos, a pesar de que el médico se
los había cerrado hacía ya más de una hora. Se miraron, pero él no
pudo adivinar esta vez cuáles eran sus órdenes. De los ojos de ella
tan sólo parecía venir un reproche, como cuando en vida le recordaba
lo tonto que era. Walter apartó la mirada y los bocinazos de los coches
le llevaron a fijarse en el tráfico. Después de todo, pensó, tal vez
no sería una buena idea coger un taxi. La calle era una riada de vehículos
atascados. Mejor el metro, se dijo Walter. Se volvió a su madre, buscando
su aprobación, y sonrió al parecerle que a ella, a pesar de no haber
cambiado la expresión, su decisión no le disgustaba.
Walter, arrastrando el cadáver,
se dirigió a la boca del metro, que no estaba demasiado lejos. Al
andar,procuraba que sus pasos se coordinaran con los que en apariencia
daba la difunta. No lo hacía por la gente con la que se cruzaban,
que, por otra parte, apenas les prestaba atención, sino por un deseo
de dar un aire de dignidad al último paseo de su madre. Bajar las
escaleras del suburbano fue un poco más complicado, pero mucho más
difícil fue para Walter resolver el dilema moral que se le planteó
en la taquilla: no sabía si debía sacar uno o dos billetes. En los
carteles del metro sólo se advertía acerca de los niños menores de
cinco años. Walter pensó que, dada la situación, estaría justificado
que ella no pagara, pero junto a los torniquetes de entrada se apostaba
un vigilante de seguridad con cara de pocos amigos. Así que Walter,
para evitar posibles problemas, sacó dos billetes.
El tren tardó poco, y aunque
no venía muy lleno, no había asientos libres. Walter y su madre se
apoyaron en una esquina del vagón. A estas alturas, el cadáver, a
pesar de su aspecto de pajarillo seco, comenzaba a ser una dura carga.
A Walter se le empezaba a dormir el brazo con el que sujetaba su cintura.
Su cuerpo tenía una tendencia constante a escurrirse, dejando deslizar
la espalda yerta por el panel del vagón, de forma que Walter tenía
que enderezarla cada dos por tres. Se sintió algo ofendido al comprobar
que ya no existían ni la educación ni la cortesía en las que su madre
le había formado desde que era pequeño. Comprobó con indignación y
un poco de vergüenza ajena que nadie hacía intención de levantarse
para ceder el asiento a la mujer; de hecho nadie les miraba, era como
si el resto de los pasajeros no quisiera verles. Unos se enfrascaban
en la lectura del periódico, otros iban con los ojos cerrados oyendo
música por auriculares. Si alguien cruzaba su mirada con la de Walter,
enseguida la apartaba, disimulando. Pero si a él esto le indignaba,
la que parecía enfadada de verdad era su madre. El rigor de la muerte
había provocado ahora que sus ojos se quedaran muy abiertos, en un
gesto entre espantado y de reproche feroz. A Walter le dolió aquel
gesto, que, por otro lado, era el que con mayor frecuencia había visto
en su madre durante el medio siglo que habían vivido juntos. Conmovido,
a punto de echarse a llorar, con su mano acarició suavemente la de
ella, y luego hizo lo mismo con el rostro, apartando con delicadeza
los finos cabellos grises que se le habían pegado a las sienes. Después,
le cubrió la cara con el pañuelo.
Cuando, después de más de cuarenta
minutos en el metro, llegaron al hospital, el rostro de Walter estaba
sonriente. Entró en la sala de espera como el soldado que, después
de la batalla, no sólo ha logrado salvar la vida sino también triunfar.
Dejó el cadáver en una silla y explicó lo que quería a varios médicos
y enfermeras, que, asombrados, se arremolinaron en torno al cuerpo
ya rígido. Alguien, después del inicial desconcierto, felicitó a Walter
por la proeza que había realizado y él, orgulloso, repitió que había
sido su última voluntad. Cuando le quitaron el pañuelo de la cara,
las miradas de Walter y de la difunta se cruzaron, y a él le sorprendió
que en los ojos de su madre alentara por primera vez en mucho tiempo
un destello de amor y de ternura.
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