Por fin, hace unos días, me dejó
leer su relato, un poco el hijo único de su narrativa, también hijo
pródigo por olvidado. Enrique no es escritor ni lo ha intentado
nunca seriamente, a lo sumo en ratos libres, todo lo más entre sueños
y planes mezclados en la vorágine de la juventud, quizá nunca olvidados
del todo ni enterrados. Durante meses fue anunciando la existencia
del escrito, describiendo las distintas fases por las que atravesaba,
del viejo cuaderno a las entrañas del ordenador, de ahí al propósito
de no mostrarlo nunca, y luego las posteriores correcciones, hechas
quién sabe con qué fin. Y entre bromas me fue diciendo que puede
que lo veas alguna vez, si te portas bien, y en ese portarse bien
se encerraban todos los dobles sentidos y los equívocos que sirven
de acicate a la imaginación. Es el camino que elegimos para acercarnos
y aprovechar los precarios minutos que pasamos juntos, la cámara
lenta, el flashback, el juego de espejos en el que multiplicar por
mil el recuerdo y la promesa, el guiño que carga de significados
los momentos aparentemente triviales. Enrique y yo nos contamos
nuestra historia, somos más mirada y palabra que acción. Las circunstancias
obligan o posibilitan, quién puede dictaminar lo que es preferible,
qué es condena y qué, oportunidad. Lo del relato tenía algo de juego
y yo ignoraba si era importante o no leer unas cuartillas escritas
hacía más de veinte años, si el placer sería estético y simplemente
el que se deriva de la curiosidad satisfecha. Enrique me aseguró
que eran horrorosamente cursis, que el muchacho que las había escrito
era un tanto sentimental, muy fogoso al menos en el papel. No te
voy a enseñar una cosa así, me dijo, me daría demasiada vergüenza.
Por eso me sorprendió bastante que en el restaurante, antes
del postre, sacase un sobre grande de la cartera, su maletín de
hombre importante cargado de responsabilidades, y me lo entregase,
al mismo tiempo que me preguntaba, con los párpados contraídos empequeñeciendo
sus ojos grises o azules o verdes, nunca lo sé, si me había portado
bien. En el sobre había escrito mi nombre con rotulador negro, con
la letra imparcial de los negocios, pero el hecho de escribirlo
ya era algo, una pequeña salida del anonimato y el silencio. ¿Es
el cuento?, le pregunté, sabiendo que no podía tratarse de otra
cosa. Me da hasta vergüenza ajena que lo puedas leer, repitió por
enésima vez, y añadió, como en otras ocasiones, que aquel muchacho
ya no existía, que era una sombra del pasado. Cogí el sobre y lo
deposité junto al bolso. No pude evitar verlo de reojo durante la
comida. Tenía la impresión de que un tercero había venido a sentarse
con nosotros y me pregunté si era amigo o enemigo, si no vendría
a interrumpir algo o a manifestarse con desagrado. Enrique prosiguió
conversando muy locuaz, como de costumbre, pero confieso que desconecté
completamente, como hago con frecuencia. Es cierto que no le escucho
cuando deja de hablarme, cuando sólo utiliza las palabras como ropaje,
porque a mí el Enrique social no me interesa. ¿Por qué aquella rendición
repentina?, comencé a preguntarme. ¿O era preparada, escenificada
con la maestría que caracteriza a Enrique? Cómo saber lo que había
pasado y pasaba por su cabeza. No hay que descartar la teatralidad
tratándose de Enrique, de él y de nuestro común juego de luces y
sombras. Pero cómo estar segura de si sus miedos eran sinceros y
sus dudas, algo más que la incertidumbre ante el juicio ajeno. ¿Cuántas
veces al día visitaba Enrique su pasado y con qué dolor o con qué
nostalgia?
Nada más subir al autobús, abrí el sobre. Había conseguido
asiento de ventanilla, individual para más ventaja, el tipo de asiento
que me gustaba desde pequeña. El texto estaba impreso en papel continuo,
sin numeración de página. Empecé a leer sin albergar particulares
expectativas, a lo sumo aquella lluvia de cursilería que se me había
anunciado, pero sin poner en ello demasiada convicción, porque también
pertenece a nuestro juego la modestia y la falsa modestia en todos
sus matices. Y las pistas inciertas. El relato se repartía, como
un diario, en siete días. Siete días profundos, intensos como eras
geológicas, días que no conmueven el mundo, quizá ni siquiera el
destino de los protagonistas. Es primavera, París, hace calor en
las orillas del Sena, las gentes pasean o toman el sol tumbadas
sobre el césped. El triángulo hace acto de presencia: él, el héroe
sin nombre, el muchacho joven de antaño o su alter ego, fotógrafo
por afición, ilusión o filosofía; Jessy, la cámara japonesa de segunda
mano, la prolongación de su vista, la mirada amorosa y protegida
sobre el mundo; y ella, la rubia sobre el césped a la que el muchacho
bautiza Perséfone a sabiendas de lo improbable que es acertar con
un nombre. Pronto caminan juntos. Perséfone se llama Joanna Leroux
y es canadiense, historiadora. Enrique me sorprende. Las calles
de París se desenredan en las líneas del relato y tienden sus aceras
a la lectura, sus acentos colman las frases breves, como instantáneas:
Enrique fotógrafo de la palabra. Los viandantes desfilan en ordenada
sintaxis, prestando su respiración y colorido a la historia. La
noche acaba en una habitación de hotel, el cuarto que ocupa Perséfone
durante su breve estancia en París. Sobre la cama, el eterno encuentro,
la pasión imbricada en los cuerpos.
El relato no ocupaba más de una decena de páginas, pero pensé
que, probablemente, mi trayecto de autobús resultaría demasiado
breve para cubrir el fragmento parisino, contando además con que
a esas horas ni siquiera había atascos. Decidí que seguiría unas
cuantas paradas hasta acabar la lectura. Mi trabajo freelance
me permite esas libertades con el horario. París es siempre una
ciudad idéntica a sí misma y siempre otra. Reconocí las calles y
los edificios, porque Enrique no había buscado muy lejos su escenario.
Perséfone se muda a la habitación del muchacho sin nombre, el fotógrafo
tierno que ama con tanta fuerza y entrega. Perséfone se marchará
en quince días y para siempre al otro lado de la Tierra. Allí hay
un hombre y una vida que la esperan. Conozco al autor y algo me
dice que Perséfone terminará en verdad en otro continente. Los días
transcurren bajo el sol primaveral de junio, el sol paseándose por
la piel desnuda de Perséfone en tibios amaneceres, impresionando
la película que Jessy encierra en sus entrañas, legando al futuro
las imágenes que el ojo humano no puede retener. Dicen que las pasiones
intensas sobreviven poco tiempo, canta Brassens que il n'y a pas d'amour heureux, por todo eso la felicidad de Perséfone
y el fotógrafo sin nombre se me clava en la garganta como un mal
presagio.
Me costó tres paradas adicionales acabar la lectura, con los
detalles algo borrosos por las prisas, con la mirada precipitándose
página abajo. En una ciudad tan pequeña, tres paradas pueden suponer
una pradera con unas cuantas vacas contemplando sardónicamente al
viajero extraviado. Hube de desandar el exiguo camino, a buen paso
por la amenaza de lluvia, con la carga de palabras fluyendo por
mi cerebro, goteando hacia algún punto desconocido de mi organismo.
Le llamé al trabajo porque a esas horas Enrique estaría en la oficina
y yo no podía apaciguar mi impaciencia, y porque una ley no escrita
determina que no pueda llamarlo a su casa. Lo he encontrado enternecedor,
le dije, me ha conmovido enormemente. Mi voz se había revestido
de una inseguridad algo ronca, como para certificar la veracidad
de la afirmación. Ignoro si Enrique lo advertiría o sería sólo mi
miedo a dejar traslucir una emoción todavía fuera de control. Durante
todo el camino había luchado con las lágrimas, con el nudo en la
garganta y el calor en los ojos, heraldos del llanto. ¿Ternura?
¿Tristeza? ¿La memoria de sensaciones ya experimentadas? No quise
llorar por la calle, y no quise llorar sin saber el motivo del llanto,
llorar por llorar, por un dolor vago y deslocalizado, por demasiadas
cosas de momento sin rostro. Tampoco iba a sollozar por teléfono
ni a confesarle que esas páginas me han dejado desarbolada y a la
deriva, me siento tan cerca de ti y a la vez tan lejos que desearía
poder apoyarme en tu hombro y contemplar el rastro húmedo de mis
lágrimas sobre tu camisa oscura, y comprobar así que he llorado
y que la tristeza es real aunque no identifique el desencadenante.
Pero no podía hablarle así a Enrique, no al de ahora, puede que
sí al muchacho de la cámara japonesa, pero ése respiraba sólo en
las líneas de una vieja historia. Adopté un tono más ligero y le
aseguré que, además, estaba muy bien escrito, en un estilo muy americano.
Que me recordaba a Kerouac, claro que únicamente porque acababa
de leerme una historia corta en la que un joven conoce a una joven
rubia. Kerouac sin anfetaminas ni tonterías, Kerouac con sentimientos
y dulzura. ¿O sería Miller? Miller, Henry como él. ¿Por qué siendo
tan francófono y francófilo suenas tan americano? Enrique, claro
está, no me iba a confesar a quién estaba leyendo cuando escribió
su relato, pero se rió cuando oyó los nombres. No eres objetiva,
me respondió. ¿Cómo iba a ser objetiva cuando mi cerebro continuaba
destilando un extraño licor de nostalgia y cariño que fluía hacia
algún sitio de mi cuerpo en el que encontrar morada? Y a pesar de
todo, creo estar en lo cierto y hasta siento celos profesionales.
Enrique, o su otro yo veinte años más joven e inexperto, había dado
plenamente en el blanco del estilo, en el ritmo de la historia,
en la frase corta con profundidad de campo, en la romántica sinceridad
de una herida abierta. Tampoco pude decirle todo eso, ni preguntarle
cómo hiciste para conjurar en términos tan sencillos un momento,
una ciudad y unas personas; ni declararle que del soleado París
de tus líneas emana el París que yo conociera más de diez años después,
la ciudad de mi soledad hermética, de la crisálida de mis sueños
y proyectos, de mis emociones en invernadero; ni confesarle que
durante esos minutos me he visto paseando por París, por la ciudad
sobre la que lloran todas las lluvias que han querido lloverle los
poetas; ni asegurarle que yo también conozco cómo en todas las despedidas
se vigilan con espanto las manecillas de los relojes de sus estaciones
y aeropuertos; ni contarle simplemente cómo una mañana, desde el
autobús, vi llover sobre el Quai d'Orsay, el gris del cielo fundiéndose
con el gris del Sena, y de repente las nubes se abrieron mientras
seguía el aguacero, como si fuese el primer amanecer en el planeta,
la pupila luminosa prestándole su claridad a la alfombra de estaño
del asfalto, y yo me dije que algo iba a suceder, algo hermoso,
pero dudo que ocurriese nada digno de ese nombre, lástima que entonces
no tuviese tu cuento entre las manos... Pero mi cursilería no se
desbordó al teléfono y la conversación prosiguió en elipsis de esquinas
emborronadas.
Me preocupa que puedas avergonzarte en serio de aquel muchacho,
le dije dando un nuevo quiebro en el discurso, y que asegures que
desapareció o sucumbió en el camino. Comenzaba a resultarme insoportable
la idea de no conocer nunca al muchacho fotógrafo, de cedérselo
para siempre a los brazos de Perséfone, la esquiva. Sólo me ha sucedido
otra vez el enamorarme de un autor y su personaje, y le conté a
Enrique, entre protestas y risas, con demasiada brevedad y precipitación,
mi idilio con Henry Brulard. Mi polígono de Enriques, Henry Beyle-Henry
Brulard-Stendhal-Enrique-el joven alter ego. Salvando las distancias
literarias, claro, los años luz que Stendhal, triángulo de identidades
por sí solo, le saca de ventaja a casi toda la humanidad. Mis últimos
francos los gasté en comprarme, de segunda mano, Montaigne y Rabelais
en los Classiques Garnier,
porque me iba de París, según resultó después para siempre, y no
necesitaba ya el dinero para menesteres más prosaicos. Eran cuatro
volúmenes desparejados, de ediciones o reimpresiones distintas,
algunos con anotaciones a lápiz. Una mano que nunca conoceré había subrayado
il faut apprendre à souffir
ce qu'on ne peut éviter. Es un ensayo de Montaigne sobre la experiencia, el único por el que el
antiguo dueño parece haberse interesado. Nostre grand et
glorieux chef-d'oeuvre, c'est vivre à propos. El antiguo dueño me gana por un
ensayo a cero. Con aquellos libros, me regalaron, en edición limitada,
numerada y gratuita, La vie
de Henry Brulard. Mi ejemplar tiene el número 620 y no hay más
de dos mil quinientos como él en todo el mundo. Muchos meses después
penetré en las páginas del tesoro que el azar me había ofrecido.
Y fue un flechazo. Supe que lo amaba, a Henry Brulard, o a Beyle,
o a Stendhal, o a las palabras que dos de ellos eran capaces de
reunir para crear al tercero y más indefenso de los Henry. Lo amaba
y lo amaré siempre, no sé si al libro o al hombre o al hombre que
compuso el libro. Ante mis ojos de lectora se desplegaba un alma
de la que yo me sentía muy próxima, el alma de un hombre tierno,
del tipo de hombre que no parece llevarse en ninguna época. Creí
encontrarme allí, sonriendo a uno de los Henry mientras el otro
garabateaba en la tierra las iniciales de las once mujeres que habían
pasado por su vida, mientras desgranaba los nombres de Virginie,
Angela (dos), Adèle, Mélanie, Mina, Alexandrine, Angeline, Métilde,
Clémentine, Giulia, para luego confesarme, con la sinceridad de
un niño, dans le fait je n'ai eu que six de ces femmes que j'ai aimées; las
mujeres que, aun no habiéndole regalado siempre su afecto, ont à la lettre occupé toute ma vie. Es un libro inacabado y por eso
retiene la frescura de un diálogo, la espontaneidad de una confesión,
lo precario y entrecortado de los intercambios. En la última página
inesperada de la conversación interrumpida, todavía pregunta Henry
Brulard con retórica y entrañable pasión le
lecteur a-t-il jamais été amoureux fou? A-t-il jamais eu la fortune de passer
une nuit avec cette maîtresse qu'il a le plus aimée en sa vie? El libro, o la conversación, se
interrumpe unas líneas más abajo para no reanudarse jamás. No hubo
tiempo de decirlo todo ni de pulir las imperfecciones o rellenar
los huecos, al autor se le acabaron los días y dejó su correspondiente
vacío de palabras. Pero yo me enamoré de él, del triángulo entero,
del que sólo ha muerto Henry Beyle.
Enrique respondió que él no iba camino de convertirse en Stendhal,
le faltaba por lo menos Julien Sorel y Fabrice. No te lo digo por
adular, le aseguré, no soy tan tonta, es que he vuelto a tener una
sensación parecida. Una sensación extraliteraria, claro está. Y,
en realidad, mucho antes del final, apenas leídas las dos o tres
primeras páginas, aún sin saber el destino que el relato le deparaba
a Perséfone y su fotógrafo. Me expreso mal. El destino de Perséfone
está recogido en el relato. El destino es siempre un animal huraño,
de pupilas afiladas y arterias abultadas en el cuello, de saliva
corrosiva y zarpa inmisericorde, sobre todo con los enamorados.
Perséfone y su fotógrafo se aman aún unos días, con la tristeza
filtrándose en sus abrazos. La despedida estaba avisada, pero ahora
se adelanta. Los segundos del amor se despeñan en la clepsidra rota
de los adioses próximos. Perséfone ha de regresar, algo o alguien
la reclama. El fotógrafo apresa las últimas luces que se desprenden
de la persona amada, se hunde en ella todavía unas cuantas veces
que parecen tan pocas, pero que son también inmensas. Y un día,
el narrador-héroe se topa con la soledad más terrible, la recién
alumbrada por la separación, quizá por la deserción. El joven se
queda con sus fotos, sus recuerdos y una nota concisa que contiene
todo, incluso el adiós.
Resistí cuanto pude el embate de las lágrimas. No quiero llorar
sin saber por quién lloro. Es mejor que la pena tenga un nombre,
una inscripción sobre una lápida, un día de fiesta para el homenaje.
Quizá me exprese así porque ayer fue el día de Todos los Santos,
jornada propicia para las melancolías. Me parece ver las altas verjas
del cementerio de la Almudena, sus senderos de arena, los ramos
de flores envueltos en papel blanco vendidos en las puertas, los
visitantes aproximándose a cumplir con el rito del dolor cada vez
más temperado por el tiempo, las hileras de tumbas, los altos panteones,
las viejas piedras hundidas por el olvido, los rosales en otoño,
el romero y el mármol ribeteando el vacío de la muerte. Y un subsuelo
recóndito en el que ya nada queda. El planeta recicla a sus muertos,
incorpora el nitrógeno, el carbono, el oxígeno o el calcio o cualquier
otro átomo a nuevos ciclos, a otras cadenas tróficas. No se crea
ni se destruye ni una sola brizna de energía. Lo único que muere
y se desvanece de verdad y para siempre son los sueños y los anhelos
y las expectativas y los sentimientos, y eso que se llama la identidad
de los muertos. Debería haber depositado una flor en cualquier sepultura
de esta ciudad tan lejana a aquella de mi infancia, aquella en la
que aprendí lo que es la muerte. O preferiblemente, en la tumba
abierta a la que, en vida, arrojamos lo mejor de nuestros sueños,
quizá lo mejor de nosotros mismos.
Todavía no he llorado las lágrimas que desde hace días llaman
a mi puerta. He logrado resistir porque soy muy disciplinada y me
he ordenado huir de las ocasiones de peligro. Nunca puede predecirse
en qué degenerarán las lágrimas derramadas sin motivo. Además, ya
habrá oportunidad, y sin necesidad de billetes de avión al Canadá.
Otros adioses flotan en el aire y penden sobre nuestras cabezas
aunque no los miremos de frente o les demos la espalda. Siempre
están ahí, al acecho, también para Enrique y para mí. Hasta ahora
nos hemos extraviado cada vez que emprendíamos el camino, yo entre
mis palabras, Enrique entre sus elipsis. Hace meses intentó desasirse
de nuestro tenue abrazo, con suavidad y sin pronunciar una sílaba.
Al menos así lo interpreté yo. Un día me abrazó de otra manera,
con unas ligeras palmaditas en la espalda, con despego. Parecía
más el abrazo de un entierro, o el que se da a un extraño necesitado
de consuelo. Las lágrimas que provocó ese dolor ya están lloradas,
se evaporaron en aparcamientos subterráneos, entre mis cuatro paredes
de interrogantes abiertos, en el silencio sin oídos del llanto a
solas. Pero no ocurrió nada. Supe aguantar mis ansias de huida,
el deseo de evitar un dolor mayor cuando ya el dolor es insoportable.
No quiero preguntarle si acerté en mi diagnóstico, no es necesario
convocar a los diablos que se contentan con danzar en el horizonte.
Está bien así, la temporal dicha de un breve encuentro. Además con
Enrique siempre me pierdo cuando hablo. ¿Te parece que haga un relicario
con los preservativos que no utilizamos aquella noche? le pregunté
hace poco. La noche en que no supimos amarnos, encerrados en una
habitación de hotel, gastando las horas en eludir los nombres del
deseo, en disfrazar las intenciones, como niños azorados ante lo
desconocido que no se atreven a tender la mano a la caricia por
no toparse con la reprimenda, como los niños que habíamos dejado
de ser hacía tanto tiempo. Yo no sabía entonces que Enrique había
escrito ese relato y él desconocía que yo llegaría a leerlo. Incluso
ahora, muchos meses después, no es raro que todavía crucemos unas
cuantas palabras de más y que disimulemos las ganas entre frases
ingeniosas, entre nosotros parece casi un rito esa timidez desmañada.
Acaso nos unan más esos encuentros malogrados, y los amagos de escapada,
y el hecho de contárnoslo luego, más que la pleamar del acierto,
que también es dulce, claro está, y sus ecos son capaces de acariciar
durante semanas el tímpano de la memoria. Creo que todo está bien
así, de momento. Las cosas que no se pueden cambiar siempre parecen
estar bien.
Acaso por todo ello mi corazón no sabe qué hacer de Perséfone,
junto a qué válvula situarla, si anegarla de sangre venosa o regalarle
la arterial. Me duele imaginar los instantes del desgarro, y quisiera
poderle obsequiar tan sólo unos pocos días más para que bese los
finos labios del joven español en París, que hace fotos y escribe
como los americanos, para que le acaricie con su mejilla la barba
y el cuello y sus manos grandes y amorosas. Pero hay en mí una fibra
mezquina que me lleva a alegrarme de su pena, a celebrar que la
diosa rubia se aleje, que su camino sea divergente, por siempre
centrífugo, que a ella tampoco le sea dada la dicha, ni la miel,
ni el consuelo. Me gusta pensar que ella tampoco tiene lo que yo
nunca tendré. Me pregunto si en realidad la odio, a Perséfone de
la que todo lo ignoro, incluso si es real o la estilización de otra
Perséfone de carne y hueso. Ni siquiera pretendo hallar las respuestas
a mis preguntas, yo que siempre quiero saberlo todo, y espero que
Enrique, por una vez, no tenga la torpeza de explicármelo, que me
deje en la penumbra de la inocencia. No quiero ver más rostros de
los necesarios.
Me lo tienes que contar más despacio la próxima vez que nos
veamos, dijo la voz de Enrique al teléfono. ¿Quieres aún más alabanzas?,
le pregunté en tono que intentaba ser despreocupado. No, quiero
ver si sigues opinando lo mismo, fue su respuesta. Desde luego Enrique
quiere mis elogios y quiere oírmelos de nuevo, y en persona. Pero
en el próximo encuentro seguiré expresándome con torpeza, con cierta
vergüenza, guardándome algunas cartas en el bolsillo del reparo
y el temor. Y él escuchará con idéntica torpeza y timidez, en eso
ya nos conocemos y también tiene su encanto esa comunicación en
zigzag. Esta vez, en cambio, quisiera decirle algo más, porque su
relato lo merece, y la sinceridad de mostrármelo. Debería escribirle
algo con que colmar los silencios del teléfono, para suplir las
frases que no seré capaz de proferir en la próxima cita. Debería
condensar en unas pocas páginas la intensidad de la conmoción, la
delicia y el suplicio de ese breve viaje al pasado. Pero quizá carezca
de sentido el esfuerzo. Cualquier cosa que le escriba será un intento
fallido de que las paralelas se crucen en nuestra geometría de desencuentros:
las líneas paralelas de mi texto, los relatos paralelos, las trayectorias
sin punto de contacto de los Enriques de mi polígono, los abandonos
y adioses incomunicables, las lágrimas corriendo paralelas por las
mejillas de vidas que no se rozan. Mis líneas permanecerán paralelas
a las suyas, como mueren las olas paralelas a la playa.