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marzo - abril 2001  num 23

Reseñas:

 

La profundidad de una mirada

Marisa Madieri, Verde agua, con un postfacio de Claudio Magris.
Traducción de Valeria Bergalli.
Barcelona, Editorial Minúscula,
Colección "Paisajes narrados", 2, 2000.

por Antoni Clapés

 

El viajero que, una vez pasada Venecia, continúe camino hacia oriente, cruzará la llanura de cielo bajo y color ceniza del Friuli –ya en los meandros del Isonzo–, que en invierno es un sembrado de viñas podadas y de campos roturados. Poco después, entrará en el altiplano calcáreo llamado il Carso donde destaca el albor de las canteras de Monfalcone, a partir de las cuales la montaña se hunde en picado hacia el Adriático. Siguiendo la sinuosa carretera dejará atrás Duino y el peñón coronado por el castillo de los Turn und Taxis, donde en enero de 1912 Rainer M. Rilke empezó las Elegías, sin duda una de las obras capitales del siglo veinte. Pasado Miramare, el paisaje le parecerá que se endulza un poco para acoger a Trieste, la antigua Tergeste romana, ciudad asociada durante siglos a la república veneciana, absorbida más tarde por el imperio austrohúngaro (dominación que, a mediados del siglo diecinueve, dio lugar al movimiento secesionista del "irredentismo") hasta el 1918 en que entró a formar parte del Estado italiano. Después de la Segunda guerra mundial, la ciudad constituyó el "Territorio libre de Trieste", dividido en dos zonas y confiado a la administración provisional de las Naciones Unidas. Cuando en 1954 Trieste retornó a la soberanía italiana, buena parte de su zona de influencia, sin embargo, se había convertido en yugoslava.

Trieste es la ciudad de Ettore Schmitz (literariamente conocido como Italo Svevo, nombre con el cual intentó hacer evidentes sus raíces italianas y germánicas, tanto las propias como las colectivas de los triestinos), de Umberto Saba (aún permanece activa la librería que fundó), de James Joyce (que vivió allí de 1904 a 1915 y de 1919 a 1920, y allí concluyó Dublineses y escribió algunos de los capítulos más significativos de su Ulises), de Fulvio Tomizza, de Claudio Magris, del poeta Gaetano Longo y de tantos otros. Trieste es la ciudad de los grandes cafés históricos: el San Marco, el Torinese, el Tommaseo, el degli Specchi, el Cattaruzza... (El café: lugar urbano de encuentro y, a la vez, de soledad, de aislamiento; de conversación y de recogimiento interior; de lectura reposada y de escritura ocasional.) Pero Trieste es, sobre todo, una ciudad en la frontera, de frontera. De identidad múltiple: croata, italiana, eslovena, germánica; de confluencia de lenguas, de decires; de sentimientos espirituales que se expresan en religiones diversas: católica, serbo-ortodoxa, judía, evangelista, greco-ortodoxa... De minorías y mayorías que conviven mostrando el difícil equilibrio de ser uno y ser plural. Trieste, en fin, es una ciudad que trata de situar su propia diversidad en el inexistente contexto ausbúrgico de entidad supranacional.

Con este excurso se ha tratado de esbozar el escenario de Verde agua, el extraordinario libro-testimonio de Marisa Madieri (Fiume, 1938 – Trieste, 1996). Un escenario que acogió la historia del drama humano del éxodo de Fiume (hoy, Rijeka, Croacia), de Istria y de una parte de la costa dálmata. Mezclando pasado y presente, dolor antiguo y bienestar actual (teñido, éste, por el sufrimiento de la enfermedad final: "toda vida contiene la semilla de su propia destrucción"), Madieri hila una narración que remueve las cortinas del recuerdo con una notable sensibilidad, con lenta delectación ("en el silencio de la casa, cuando durante la mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado adelante y atrás, de oír el fluir del presente"), profundizando hasta poner al descubierto sus raíces eslavas, magiares, italianas. Los personajes, familiares y extraños a la vez, desfilan por las páginas cargados de humanidad –a veces, de humor–, a pesar de la condición histórica que les ha tocado vivir: revueltas, guerras, éxodos, (in)adaptación a nuevos escenarios. Trabajadora social, comprometida con la sociedad de su tiempo (tenía publicados diversos trabajos sobre la liberación de la mujer, sobre el aborto, sobre la pobreza), Madieri no se ahorra el trabajo de hurgar en las heridas de la marginación con el fin de denunciar la extrema situación de los refugiados: el aviso se refiere no tanto a los istrianos de la época como a los éxodos de hoy –sean cuales sean sus orígenes. Una reflexión que adquiere hoy y aquí un alto grado de actualidad.

Publicado en Einaudi en 1987 con éxito tanto de crítica como de público, Verde agua fue el primer libro de la autora, al que siguió en 1992 la narración breve La radura ("Claro en el bosque"). La muerte segó una singular, tardía experiencia literaria de una escritura, a la vez, ligera y sólida. El texto se desliza por la memoria con una transparencia diáfana, como las claras aguas de la isla de Cherso (Cres), haciendo buena, una vez más, la frase de Nietzsche "somos profundos; volvamos, pues, a ser claros". Madieri tiene mucho que decir, y lo dice usando el aguijón de la (aparente) simplicidad.

Especialmente sobrecogedores son los fragmentos relativos a los recuerdos del Silos –los antiguos graneros ausbúrgicos, edificados entre la estación de tren y el puerto– donde fueron obligados a hacinarse un millar de refugiados. Un pequeño campo de concentración de tres pisos, un dédalo de boxes organizado como una ciudad, un "nocturno y humeante purgatorio", crisol de lenguas, de ruidos, de cuerpos vagando por la penumbra. (La descripción del Silos que la autora hace del mismo recuerda la arquitectura de los grabados de Piranesi.)

El Silos: un lugar donde la convivencia y la intimidad eran complicadas. Puro reflejo de lo que había sido y sería la ciudad, verdadera koiné humana. Un cruce de caminos, de vidas proyectadas hacia la pura destrucción, a la angustia de la desubicación, a la errancia perpetua dentro mismo del edificio. "La vida, fuera, era grande, bella, dolorosa y sagrada, y yo un día la conseguiría." Un fuera que la joven Marisa sólo podía conocer e imaginarse a través de la literatura: los grandes libros leídos, casi clandestinamente, entre tinieblas. La dolorosa experiencia de aquellos años queda resumida en esta lapidaria frase: "La niña que salió de Fiume llegó a Trieste ya adolescente." Tal vez el libro fuese el intento –inútil intento– de querer alcanzar al tiempo: fugaz, veloz, ya definitivamente irrecuperable.

En una nota de lectura escribí: "Leyendo Verde agua a menudo he tenido la sensación de estar frente al cuaderno de trabajo de Microcosmi de Magris: la aguda mirada sobre los mínimos detalles de una vida que se agarra al tiempo presente porque sabe que el pasado ya no le pertenece, y el futuro no se atreve ni a imaginarlo; como si Claudio hubiera usado partes del libro de Marisa como elemento de trabajo. En su diferencia me ha recordado el Lessico famigliare de Natalia Ginzburg." (No hay que olvidar que Marisa Madieri y Claudio Magris fueron pareja hasta la muerte de ella. "¿Cómo hablar de una persona que ha escrito libros de tanta intensidad y que también es la compañera de la vida, la figura del amor y de la existencia compartida, cuya desaparición me ha mutilado la vida y que sigue presente en las cosas y en las horas?", escribe Magris en el difícil postfacio de la edición española.)

Un libro-testimonio extraordinario, hecho de ternura, de miradas cómplices, en un diálogo no explícito con el otro, en un viaje que la autora cree que toca a su fin y que cierra significativamente con estas palabras: "No siento tristeza, sino gratitud. Si he vuelto a Ítaca (...) siento que tengo que dar las gracias a una multitud de personas, incluso aquellas que ya he olvidado, que al amarme o estar simplemente a mi lado, con su fraternal presencia no sólo me han ayudado a vivir sino que son, tal vez, mi misma vida."

No podíamos terminar esta reseña sin hacer especial mención a la buena noticia que supone para los lectores la aparición de la editorial Minúscula que, con gran generosidad y riesgo, ha hecho posible Valeria Bergalli –autora, a su vez, de la traducción del libro comentado. Uno de sus objetivos editoriales es ir dando a conocer la literatura que se sitúa en el rasante entre la experiencia personal y la narración de los lugares, en el escenario geo-histórico de la "Mitteleuropa". Sigan atentamente su evolución.

© Antoni Clapés

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Daniel Pennac: como un novelista


Acerca del «Cuarteto de Belleville»
por Carlos Yusti

Uno de los dos primeros libros publicados por el escritor francés Daniel Pennac fue un pequeño ensayo, algo inusual por su risueña irreverencia, sobre esa grata ocupación que es el buen leer, titulado Como una novela. En ese breve libro, Pennac, deshechando cualquier alarde erudito, esquivo y enrevesado a los que nos tienen acostumbrados los anacrónicos estructuralistas y demás grey de críticos franceses, intenta enumerar las razones por las que debemos convertir la lectura en una aventura incierta, la cual debe vivirse como si se tratara de una novela, avanzando siempre con la curiosidad necesaria para averiguar qué nos depararán las páginas escritas más adelante.

El texto de Como una novela brindó a Pennac cierta popularidad debido, quizá, a que su interlocutor inmediato era el lector común. Echando mano a su propia experiencia lectora, Pennac se metía en los zapatos de un lector voraz. De esta manera iba postulando sus observaciones, rebosantes de amenidad, humor y sencillez: "La lectura, ¿acto de comunicación? ¡Otra buena broma de los comentadores! Lo que leemos lo callamos. El placer del libro leído casi siempre lo guardamos en el secreto de nuestros celos. Sea porque no vemos en ello materia para el discurso, sea porque, antes de poder decir una palabra sobre él, tenemos que dejar que el tiempo haga su delicioso trabajo de destilación. Ese silencio es el garante de nuestra intimidad. Ya leímos el libro pero todavía estamos en él. Su sola evocación abre un refugio a nuestras repulsas. Nos preserva del Gran Exterior. Nos ofrece un observatorio colocado muy por encima de los paisajes contingentes. Leímos y nos callamos. Nos callamos porque leímos". Este pasaje extraído del libro demuestra que Pennac sólo buscaba reivindicar el hecho de leer, sin otro propósito que la curiosidad y el placer. El librito pecaba, no obstante, de una sentida y desbordada pasión por los libros. Pero no por todos los libros, sino por aquellos que eran capaces de ofrecer al lector una historia que aguijoneara su curiosidad, arrastrándolo y despertando su deseo de leer hasta final.

Teorizar sobre la lectura es un poco teorizar sobre el hecho de escribir, y en ese sentido Daniel Pennac asume el reto. Su "Cuarteto de Beleville" trata de enganchar al lector en una narrativa de ritmo rápido y diálogos veloces. Sobre el Cuarteto, el autor especifica: "Son 1.500 páginas consagradas a las movidas aventuras de Benjamin Malaussène, chivo expiatorio profesional".

Pennac recrea un ámbito popular parisiense llamado Belleville, donde ocurren una serie de hechos estrambóticos. Su obra la componen novelas que utilizan cierta estructura policial, pero cuyos argumentos, bastante absurdos y desbordantes de situaciones risibles, entre lo mágico y lo disparatado, narran la vida y los hechos de Benjamin Malaussène. De hecho, la primera novela, La felicidad de los ogros, se publicó en una colección de serie negra. El éxito inusitado que obtuvo el libro decidió a los editores a sacarla de la colección, reimprimirla y darle una proyección más amplia entre lectores con requerimientos literarios menos caprichosos y limitados. Sobre este particular, Paco Marín escribe: "Personalmente no veo los motivos para hacerlo: hay algo de popular y de canalla en los libros de Pennac que encaja bien en su presentación como apuesta de género, y no hay nada de provocador en obligar a los lectores cultos a buscar nuevos autores entre series de entretenimientos; al fin y al cabo, un lector también es un investigador". Los otros libros que conforman el cuarteto son: El hada carabina, La pequeña vendedora de prosa y El señor Malaussène.

Las novelas del "Cuarteto de Belleville" pueden leerse por separado. En cada una de ellas hay una violenta ternura, hay juego, humor y un entusiasmo por esos personajes estrafalarios, movidos por sus sentimientos y sus ideas un tanto extravagantes sobre la vida y la muerte. Si me apuran demasiado diría que Belleville es un Macondo suburbial y caótico donde lo insólito puede pasar como si nada. No obstante, la escritura de Pennac está mas cerca de Raymond Queneau que de García Márquez, aunque en las novelas del Cuarteto desfilen personajes lustrosos de realismo mágico como Jeremy, el pirómano; el pequeño al que todos sus sueños se le hacen realidad; Clara, la fotógrafa que todo lo visualiza a través de una máquina; Thérese, que predice el futuro con sólo ver la borra del café y otra serie de personajes ricos de paradojas e irrealidad.

Pennac, sin recurrir a manidos artilugios sintácticos o cualquier otro malabarismo de corte experimental, se esfuerza en recuperar el sentido amable y claro de contar una historia, un cuento sin alardes retóricos, donde los personajes armen la narración con sus pasiones y locuras. Él mismo lo ha explicado así en una entrevista: "Creo que en la literatura hay que recurrir a la estrategia de la narración. Soy muy artesanal, un narrador, un contador de cuentos y creo en la necesidad de la anécdota en la literatura, como se cree en el oxigeno de la atmósfera. Para mí está muy claro, cuento mis historias de forma estructurada, y dicha estructura es deliberadamente artificial, se separa de la realidad…" Esta separación de lo real de la que habla Pennac, le permite como autor mover a sus personajes en un plano que roza lo surrealista.

Como otros tantos escritores, Pennac, para urdir la trama de sus novelas, recurre a los resortes y al estilo de las policiales: anécdota sencilla, crimen, investigación, sospechosos y mucho jaleo existencial con bombas y todo. "Para un lector no experimentado", ha dicho el autor, aporta una cierta comodidad, la cual no es nada desdeñable. Por otra parte, tanto lo que podríamos llamar novela policiaca en general, como la novela negra en particular, tienen una estructura muy interesante. A mí siempre me ha parecido que eran los cuentos para adultos. El autor salva continuamente a sus personajes y actúa como el hada con su varita mágica".

Daniel Pennac es un escritor que vale la pena descubrir, para recuperar ese placer de leer una historia lineal, sin complicaciones estilísticas en la que abunda el diálogo directo, la descripción ágil y la utilización de un lenguaje con mucho color local, con bastante sabor a barrio y a jerga callejera. Las novelas de Pennac son un viaje trepidante; son, en suma, una especie de paseo en la montaña rusa del relato ameno, vital, humano y extravagante. (Las obras que componen el «Cuarteto de Belleville» han sido publicadas en Colombia por Editorial Norma –La felicidad de los ogros, con traducción de Gustavo González-Zafra; Señor Malaussène, con traducción de Ana Roda Fornaguera; El hada carabina, con traducción de Gustavo González-Zafra– y en España, por Grijalbo-Mondadori, con traducción de Manuel Serrat Crespo).

Carlos Yusti (Valencia-Venezuela, 1959), es pintor y escritor (carlosyusti@cantv.net). Ha publicado los libros de ensayo Vírgenes necias, De ciertos peces voladores y Pocaterra y su mundo. Como pintor ha realizado veintiocho exposiciones individuales. Colaborador permanente de la Revista Literaria PREDIOS de Upata. Dirige la página electrónica de arte y literatura CÓDICE: http://www.codice.arts.ve/

El último viaje de Benjamin

Ricardo Cano Gaviria, El pasajero Walter Benjamin, Igitur, Montblanc, 2000.

por Alberto Hernando

La literatura es el ámbito donde se virtualiza lo imposible, pero, también, permite proyectar la potencia (lo que puede ser) de lo real. En ese sentido, Ricardo Cano Gaviria utiliza el hecho histórico del suicidio de Walter Benjamin (Port-Bou, 26 de septiembre de 1940) para recrear las plausibles horas postreras del pensador alemán. Lejos de excéntricas licencias ficticias o excesos imaginativos y, asimismo, denotando el profundo conocimiento que el autor tiene sobre el personaje, la novela se ajusta a los pensamientos que, consecuentes con su trayectoria vital e intelectual, debieron asaltar a Benjamin en los momentos inminentes a su deceso. Precisamente por ser una novela –aunque contenga muchos elementos propios del ensayo- se inventan situaciones y personajes que diferencian la obra, como apunta Cano Gaviria en el exordio, de una «biografía vergonzante»; pues, en puridad, el propósito de lo que aquí se trata es elucidar «la muerte como posibilidad poética, es decir, como posibilidad de extraer en el proceso de narración, una belleza innombrable del escueto dibujo de una vida».

Los avatares y circunstancias del último viaje de Benjamin –que a la sazón contaba 48 años- son de sobra conocidos: privado por los nazis de su nacionalidad y exiliado en París desde 1933, al desencadenarse la conflagración mundial y el ejército alemán ocupar Francia, se verá de nuevo obligado a huir. En Marsella logrará un visado para emigrar a EE.UU. Para ello tendrá que embarcar en Lisboa atravesando España. Como quiera que el régimen de Vichy no concedía permisos de salida del país a los refugiados de origen alemán, decidirá cruzar clandestinamente la frontera por los Pirineos. Guiado por Lisa Frittko y acompañado por Henny Gurland, el hijo de ésta, y varias personas que durante la ruta se unen al grupo, tras un largo y penoso recorrido desde Banyuls-sur-mer, llegará Benjamin a la aduana de Port-Bou el atardecer del 25 de septiembre. La policía española les negará el visado de entrada aduciendo órdenes de no otorgar tal permiso a quienes disponen de un pasaporte «sin nacionalidad». El grupo de refugiados tendrá que pasar la noche en un hotel para el día siguiente, obligatoriamente, volver a Francia por el mismo camino. Ante esa perspectiva, enfermo (sufría un cólico al haber ingerido agua estancada) y exhausto física y anímicamente, Benjamin decide suicidarse. No es éste un impulso irreflexivo. Desde hacía años la tentación del suicido acompañaba a Benjamin, según consta en sus diarios de 1931-1933. Los incesantes jaques que la vida le había infligido (separación matrimonial, fracaso universitario, precariedad económica, incomprensión intelectual, acoso del nazismo, exilio...), como si un hado maléfico –el jorobadito- le persiguiera, alcanzan su clímax en la negación del visado de entrada en España. El agotamiento –físico y moral-, así como el temor a ser detenido por la Gestapo, son los estímulos negativos que finalmente -«ya no podía impedir el jaque mate»- le abocarán a abandonar la vida mediante una sobredosis de morfina. Si el acto fue una lúcida determinación personal, bien puede decirse, parafraseando a Artaud respecto de Van Gogh, que Benjamin fue «un suicidado de la sociedad».

A partir de estos hechos históricos, Cano Gaviria elabora la ficción novelesca de los dramáticos momentos epigonales de Benjamin. La narración se desarrolla en tres planos discursivos: el recuerdo, los actos conscientes en vigilia y la imaginación febril en duermevela en la que el protagonista confunde realidad y ensoñación. Esos tres ámbitos de voz, donde la realidad se descompone «como en un juego de espejos», están perfectamente ensamblados, sin disonancias, con ritmo armónico, y bien referenciados intelectualmente con citas del propio Benjamín o elegidas ad hoc por Cano Gaviria. La evocación de los hitos más significativos de su vida permiten a Benjamin -«desde la altura de los años hacia el paisaje de la niñez»- vincular pasado con presente, dando así cuerpo y sentido a su trayectoria y existencia: si niñez berlinesa en el seno de una acomodada familia judía, «la melancolía del niño que había aureolado siempre los sueños del adulto»; sus intereses filosóficos y literarios; su impronta saturnina («Teniendo en cuenta que vine al mundo bajo Saturno –el planeta de la revolución lenta, el astro de la indecisión y del retraso»); sus principales amores (Jula, Dora, Asja), sus estancias en París, Capri, Moscú, Ibiza...

La narración expresa y transmite excelentemente la densidad emocional de aquellos instantes y la carga simbólica de los ensueños: la pira de gafas huérfanas de dueño en una playa ibicenca (premonición del despojo de objetos personales a los prisioneros hacinados en los almacenes de los campos de exterminio), la metáfora de la rata gorda (el poder y el disfrute del territorio) versus la rata flaca (el perseguido y el ineluctable exilio); la búsqueda de un beau sujet para un lienzo circunstancial (conformar una estética bella a partir de su desolación); el lema Ultima Multis inscrito en el reloj de la torre de una iglesia en Ibiza... La intensidad del relato se acrecenta en las últimas páginas, cuando Benjamin, ya reconciliado consigo mismo, llega puntual al encuentro con al muerte: «A pesar de todos los contratiempos surgidos, no había llegado tarde a la cita, lanzó un suspiro de alivio y cerró apaciblemente los ojos tras sus gruesas gafas de miope». Sólo resta decir que esta obra es una reedición revisada de la publicada en 1989 –galardonada tres años antes con el premio Navarra-, en cuyo título no figuraba el nombre de Walter. Sin embargo, no importa tanto la oportuna coincidencia de su publicación con la celebración del sesenta aniversario de la muerte de Benjamin, como el goce de poder leer una novela –ejemplar en su factura literaria- que actualmente era inencontrable y cuyo contenido, sin que le pesen años, sirve de aviso para navegantes, pues, en estos tiempos que corren, la barbarie vuelve a acecharnos con renovados bríos y ropajes.

© Alberto Hernando
(Este texto se reproduce aquí por cortesía de Quimera, revista en la que se publicó en el Nº 197, noviembre 2000)

© 2001 The Barcelona Review

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